Atraído por el ruido de la
detonación, llegaba Aliralles seguido de unos cuantos hombres.
Con sus ojos casi desprovistos de
cejas por el estallido de un mal fusil, el cura bandolero abarcó la
escena.
-¡Puercos! -gruñó
sordamente-. Veamos la hembra. ¡Hermosa mujer despachada de un negro
navajazo! ¡De qué te ha servido, inocente narciso! Careaga, por lo
menos, ha gozado. Bien, muchacho -repuso dirigiéndose a Martínez,
cuyos ojos no se despegaban de él-, ¡es muy bonito eso de querer
robar el botín de un companero! ¡Eh, vosotros! Dejadme confesar a
este pagano; aquí no se os necesita para nada. Di tu
«confiteor» Martínez, y haz acto de contrición.
-«Ego te absolvo»
-murmuró Miralles con un gesto de bendición-. ¡Puercos,
malditos hijos de p... que se destrozan por una hembra!
Y en seguida, encañonando
bruscamente su fusil hacia el individuo, le abrasó los sesos sobre los
dos cadáveres.
-¡Si les dejase uno hacer a
estos mocitos -refunfuñó- no tendría don Carlos
ejército dentro de poco!