-¡Eh, poquito a poco! -dijo-.
Hay que repartir, caballerito. Las noches son frescas. No es bueno dormir sin
capote, compañero. Ya veo que eres hombre precavido: dosel de pelo,
brazos tibios como pañuelo del cuello y manta de carne suave. ¡Me
llegó la vez, amigo!
Careaga se levantó y, colocando
detrás de él a la prisionera, respondió:
-¡Te llegó la vez,
mequetrefe! Donde reina Careaga, no hay otro rey. Si las noches son frescas, ve
a calentarte contra esa mula que ha tirado patas arriba mi carabina, o si no
tira tú otra. ¡Mi botín es mío, como Navarra es del
rey Carlos, hijo de judía!
Joaquín Martínez se
echó el fusil a la cara, e iba a tirar, cuando la mujer, de un brinco
salvaje, desvió el cañón y mandó la bala a perderse
en las nubes.
Alzándose de hombros,
Martínez tiró el arma descargada y de un navajazo en pleno vientre
tendió en el suelo a la prisionera de Careaga.
-¡Ah canalla! -aulló el
navarro precipitándose hacia adelante y blandiendo su carabina.
Pero un nuevo navajazo cortó en
sus labios el rosario de las blasfemias. Y se desplomó arrojando una
espuma blanquecina por la comisura de los labios en el charco de sangre que
salía del cuerpo de la mujer destripada.