II
Aquella noche, al ponerse el sol,
hallábase Pedro Careaga de centinela en la sima de Mallorta, cuando una
mujer con un mulo dobló por el sendero de Buenavista.
Tiró al azar y fue el mulo el
que cayó. La mujer corrió hacia él sin darle tiempo a
cargar otra vez, y cuando la tuvo en la punta del cañón, el
navarro no pudo decidirse a tirar.
La hembra era bella y deseable, con
sus largos cabellos negros que caían en cascada hasta sus piernas, sus
labios rojos y sus pupilas brillantes.
Pedro Careaga olvidó, por su
prisionera, la causa de don Carlos y la Libertad.
La mujer, que tenía miedo, le
juró además que adoraba al «rey neto». Le probó
que no detestaba las caricias perfumadas con pólvora de guerra y que
Pedro Careaga era, si no el más hermoso de los mortales, por lo menos el
más mimado de los vencedores: todo esto entre las moles de piedra de la
sima de Mallorta.
Los brazos de la prisionera rodeaban
aún, como un collar de oro moreno, el cuello curtido de Careaga, cuando
llegó Joaquín Martínez a relevarle.