Por eso, cuando un soldado de Concha
cae entre sus manos, ¡infeliz de él!, paga por los demás,
por los que se escurren.
-Hermano, hay que morir -le dicen,
apoyándole contra una roca.
El hombre inicia el signo de la cruz,
y no bien desciende su mano en un amén más lento, los fusiles,
alineados a diez pasos de su pecho, vomitan la muerte.
La víctima se desploma como un
guiñapo y no se vuelve a hablar de la cosa.
Los buitres de los Pirineos hacen lo
demás.
Si el cura de Miralles, un hombrecillo
rechoncho y encorvado, de ojos semicerrados, con la sotana arremangada, pasa
junto a los guerrilleros, se cuelga su fusil al hombro y absuelve o bendice al
moribundo con gesto rápido.
A veces, sin separar sus ojos del
catalejo marino que le sirve para escudriñar rocas o encinares, confiesa
al prisionero.
¡Un general es responsable de la
vida de sus tropas, qué diantre!
Liberal, pero, eso sí,
católico, el prisionero no parece sorprendido del extraño doble
oficio del sacerdote soldado.