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Uno de los chicos me despierta, "¿Qué le pasa?" me pregunta, "lleva media hora diciendo algo como Bi-bi y flores de hielo. No, flores de hielo no, flores de fuego, eso flores de fuego". "No te preocupes, duérmete que mañana es la carrera y necesitas descansar". El chico se acuesta, y yo me bebo medio litro de agua directamente de la botella. Miro la bolsa del bazar y veo la virgen del pilar envuelta en papel de regalo, y un pequeño paquete que contiene un anillo de plástico, en cuyo interior flota una flor. Malditos sueños me digo a mí mismo, apoyo la cabeza en la almohada y me duermo hasta que suena el despertador.

 

Ahora ya han transcurrido diez años, mi historia con Sabrine forma parte de mis recuerdos, constituye una invitación a la nostalgia. Casi todas las historias de amor resultan un poco ridículas si uno las contempla desde la distancia. Asumes que te equivocaste, que no debiste poner tanto empeño en una historia condenada al fracaso. Nada hay más literario que la derrota, a veces te corroe la duda, es difícil asumir los errores. Soy culpable de haber amado a la mujer equivocada, nadie tiene la culpa de mi estupidez, sólo a través de la literatura me redimo de la soledad.

 

Cae el sol a plomo sobre las calles de Curitiba, los edificios dibujan sombras salvajes en el asfalto, los transeúntes navegan por las aceras con la insoportable levedad de los seres. Los coches construyen una obertura de pitidos y bocinazos que llenan las calles de una música ensordecedora. A las afueras de la ciudad está su casa, su hogar, el centro de su vida, alejada del punto neurálgico. Termina de fregar el suelo, las baldosas brillan con esplendor, son como minúsculos espejos en los que se refleja su rostro pensativo, su mirada de mujer madura. Lleva una vida tranquila que ha ido construyendo a base de esfuerzo, al lado de un hombre que la quiere, pero que ignora su crudo pasado, su sufrimiento, su angustia, la lucha titánica que ha mantenido a lo largo de los años, para construir este presente en el que es la responsable de su marido y de su hija de cinco años, el centro de su mundo, su razón de ser. Ante la mirada de su hija todo su pasado se desmorona, se derrite, se desvanece, no existe el pasado cuando acaricia a su hija, sólo la felicidad.

Hace unos días sin embargo, ni siquiera la presencia de su hija evita que el pasado emerja del agua del tiempo como un iceberg. Estaba sentada en el parque, su hija jugaba con dos niños, se perseguían correteando por el césped, el sonido de sus risas llenaba la tarde. De pronto los recuerdos surgieron, fue un fogonazo del pasado que la dejó sin aliento, vio su cuerpo desnudo, moreno, fibroso. La mirada inquisitiva pero cargada de amor de él, le dijo después de una hora de sexo: "un día estarás en un parque con tu hija y te acordarás de mí, lo he visto, lo he intuido, de todos modos no me hagas mucho caso, los escritores siempre estamos diciendo disparates", ella le dio un beso en los labios, y le dijo: "a mí me gustan tus disparates". "Me gustaría más que te gustase yo que mis disparates". "Yo no te amo, lo sabes". "Es extraño, cuanto más te empeñas en decírmelo más te amo yo, es absurdo, pero es la verdad". Recuperas el aliento, recuerdas que el sexo con él era salvaje, intuitivo, nada que ver con el que practicas con tu marido, que está fundado en el amor y el cariño. El sexo con él estaba asentado en el deseo de ambos cuerpos por acoplarse con furia, tú le mordisqueabas los pezones, los labios, la piel de los brazos, mientras notabas cómo te penetraba con un ritmo inconstante, imprevisible, arremetía una y otra vez contra tu cuerpo, como si tratara de perforar el universo, para convertirte en polvo de estrellas. Luego cambiabais de postura, te ponías a cuatro patas, pero antes te metías su sexo en la boca durante unos minutos, hasta que sentías su dureza de pedernal contra el paladar, luego te tomaba por detrás, tú alzabas las caderas para recibirlo, te inundaba una oleada de placer, echabas tu larga melena hacia atrás, él te jalaba del pelo como si estuviese domando una yegua salvaje, hasta que el ritmo de las penetraciones se hacía más intenso, y notabas cómo explotaba de placer dentro de ti, mientras sus manos de pianista te sujetaban las caderas. Tras la culminación siempre os dabais un beso, apenas un roce de labios.

 
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Hay putas que tienen algo de santas de Antonio L. Gómez Charlín   Hay putas que tienen algo de santas
de Antonio L. Gómez Charlín

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