Mi tercera novela escrita en
Masca, es una alegoría sobre la soledad, la vejez y el perdón como fuentes
imprescindibles para construir un texto que nos supere emocional y humanamente,
elevándonos por encima de nuestra propia mediocridad, y dejar esa huella
imperecedera en la imaginación de quien nos lea. Si reflexiono hoy desde la
distancia que me otorgan los años, puedo afirmar rotundamente, que el que
escribió aquellas tres obras, envuelto en la soledad y tranquilidad de Masca,
tiene muy poco que ver con la persona desencantada que soy. Entonces aún creía
en mi talento, desde que me fui de Masca dejé de creer en él, del mismo modo que
creía en Dios, y un buen día se fue para no volver nunca, dejándome a merced de
la orfandad de las tinieblas, esa oscuridad desoladora perpetrada por la falta
de luz.
Masca es un pueblo luminoso. Una
luz sinuosa lo invadía todo, los objetos variaban de forma y de color al
contacto con la claridad. Estaba aislado de los medios de comunicación y de mi
familia, en un pueblo de luz, que me protegía de las tinieblas y la barbarie que
asolaban al resto del mundo. Mi editor venía a verme cada seis meses, en una de
esas ocasiones apareció con un gatito blanco en una cesta, regalo, según él, de
una de mis lectoras, con una nota que decía así: "A veces sueño contigo por las
noches. Sueño que me haces el amor y me arañas la espalda en el momento del
orgasmo, y luego a base de caricias te transformo en gato. Un beso... Nina". Mi
editor me miraba en silencio, mientras leía la nota y acariciaba la espalda del
gato.
En Masca la soledad era como una
sombra, me cobijaba protegiéndome del dolor y los recuerdos. Paseaba lentamente
por la arena de la playa, acompañado de mi gato blanco, al que bauticé sin
pensármelo mucho con el nombre de Murakami.
Al atardecer caminaba con mi gato, que me
seguía como un perro fiel, arrastrando los pies desnudos por la orilla, e
intuía, mientras mis ojos contemplaban el color violeta del cielo a punto de
extinguirse para dar paso a un nuevo día de creación, el sonido borroso de las
voces que me atormentaban si no me ponía a escribir.