Luis encontraba cada vez más
simpático a aquel buen señor, de trato tan llano, a pesar de sus millones, y que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados por aquella velada de sufrimientos, conversaban en voz baja, sin que en sus palabras se notara el menor dejo de remoto odio. Eran como hermanos reconciliados por el dolor.
Al amanecer murió Enriqueta,
repitiendo: «¡Perdón! ¡Perdón!» Pero su última mirada no fue para el marido. Aquel hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siempre, acariciando con los ojos el maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa: el ídolo del lujo que erguía cerca del balcón su cabeza hueca, sobre la cual, con infernal fulgor, centelleaban los brillantes, heridos por la azulada luz del alba.
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