-Luis..., Luis... -gimió tras él una voz débil, con entonación infantil y suave que le recordaba el pasado, los mejores instantes de su vida.
Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental e imponente como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes, se incorporaba trabajosamente una figura blanca.
Entonces se fijó en la mujer
inmóvil que parecía esperarle con su esbelta rigidez, y sus ojos de vaga mirada, como empañados por lágrimas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza con Enriqueta. Le servía para poder contemplar mejor aquellas novedades que continuamente recibía de París. Era el único actor de las representaciones de elegancia y riqueza que se daba a solas para remedio de su enfermedad.
-Luis..., Luis -volvió a gemir la vocecita desde el fondo de la cama.
Tristemente fue Luis hacia ella para verse agarrado por unos brazos que le apretaron convulsivamente y sentir una boca ardorosa que buscaba la suya implorando perdón, al mismo tiempo que en una mejilla recibía la tibia caricia de las lágrimas.
Di que me perdonas; dilo, Luis, y tal vez no muera.
Y el marido, que instintivamente intentaba repelerla, acabó por abandonarse entre aquellos brazos, repitiendo sin darse cuenta las misma palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos, habituados a la oscuridad, iba marcándose con todos sus detalles el rostro de su mujer.
-Luis, Luis mío -decía ella
sonriente en medio de las lágrimas-. ¿Cómo me encuentras? Ya no soy tan hermosa como en nuestros tiempos de felicidad..., cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios!, dime qué te parezco.