Desde entonces, el cura le visitaba casi todas las tardes para fumar unos cuantos cigarros hablando de Enriqueta, y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid, como antiguos amigos.
La enfermedad avanzaba rápidamente.
Enriqueta estaba convencida de que iba a morir. Quería verle para
implorar su perdón: así lo pedía con tono de niña caprichosa y enferma que exige un juguete. Hasta «el otro», el protector poderoso, dócil a pesar de su omnipotencia, le suplicaba al cura que llevase al hotel al marido de Enriqueta. El buen viejo hablaba con fervor de la conmovedora conversión de la señora, aunque confesando que el maldito lujo, perdición de tantas almas, todavía la dominaba. La enfermedad la tenía prisionera en su casa; pero en los momentos de calma, cuando el pícaro dolor no la hacía ir de un lado a otro como una loca, hojeaba catálogos y figurines de París, escribía a sus proveedores de allá y rara era la semana en que no llegaban cajones con las últimas novedades: trajes, sombreros y joyas que, después de contemplarlos y manosearlos un día en el cerrado dormitorio, caían en los rincones o se ocultaban para siempre en los armarios, como juguetes inútiles. Por todos estos caprichos pasaba el otro, con tal de ver a Enriqueta sonriente.
Estas continuas confidencias hacían penetrar lentamente a Luis en la vida de su mujer: seguía de lejos el curso de su enfermedad y no pasaba día sin que mentalmente se rozase con aquel ser, del que se había apartado para siempre.
Una tarde se presentó el cura con
desusada energía. Aquella señora estaba en las últimas, le llamaba a gritos; era un crimen negar el último consuelo a una moribunda, y él no lo consentía. Sentíase capaz de llevarle a viva fuerza. Luis, vencido por la voluntad del viejo, se dejó arrastrar y subió a un coche, insultándole mentalmente, pero sin fuerzas para retroceder... ¡Cobarde! ¡Cobarde como siempre!