Después, la soledad completa, la
monotonía del aislamiento, interrumpida por noticias que le hacían
daño. Su mujer viajaba por el centro de Europa como una princesa: un millonario la había lanzado; aquélla era su verdadera existencia, para aquello había nacido. Todo un invierno llamó la atención en París; los periódicos hablaban de la hermosa española; sus triunfos en las playas de moda eran ruidosos; se buscaba como un honor arruinarse por ella, y varios duelos y ciertos rumores de suicidio formaban en torno de su nombre un ambiente de leyenda. Después de tres años de correría triunfal, volvió a Madrid, acrecentada su hermosura por el extraño encanto del cosmopolitismo. Ahora la protegía el más rico negociante de España, y en su espléndido hotel reinaba sobre una corte sólo de hombres; ministros, banqueros, políticos influyentes, personajes de todas clases que buscaban su sonrisa como la mejor de las condecoraciones.
Tan grande era su poder, que hasta Luis
creía sentirlo en torno de su persona, viendo que se sucedían las situaciones políticas sin que le tocasen en su empleo. El miedo a combatir por el sostenimiento de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la que adivinaba la mano oculta de Enriqueta. Solo y condenado a trabajar para vivir, sentía, sin embargo, la vergüenza del miserable que tiene como único mérito ser esposo de una mujer hermosa. Todo su valor consistía en huir cuando la encontraba a su paso, insolente y triunfadora en su deshonra: huir perseguido por aquellos ojos que se fijaban en él con sorpresa, perdiendo su altivez de mujer codiciada.
Un día recibió la visita de
un cura viejo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto a
él en el coche. Era el confesor de su mujer. ¡Bien había sabido escogerlo!: un señor bondadoso, de cortos alcances. Cuando dijo quién le enviaba, Luis no pudo contenerse. ¡Valiente tal!, y soltó redondo el insulto. Pero imperturbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era la había perdonado, y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta. Estaba enferma; apenas si salía de su hotel: una enfermedad que roía sus entrañas, un cáncer al que había que domar con continuas inyecciones de morfina para que no la hiciera desfallecer y rugir de dolor con sus crueles arañazos. La desgracia le había hecho volver sus ojos a Dios; se arrepentía del pasado, quería verle...
Y él, el hombre cobarde, saltaba de
gozo al oír esto, con la satisfacción del débil que se ve vengado. ¡Un cáncer!... ¡El maldito lujo que se pudría dentro de ella, haciéndola morir en vida! Y siempre tan hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza!... No; no iría a verla. Era inútil que el cura buscase argumentos. Podía visitarle cuando quisiera y darle noticias de su mujer: aquello le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son malos.