En más de un país se hubiera juzgado imprudente este sistema,
muy propio para que los pobres, rebelándose contra su suerte, trataran de salir
de su humilde esfera, lanzándose a aventuras, quizá peligrosas; pero en Noruega
no se inquieta nadie por esto. La dulzura patriarcal de los hombres, el
alejamiento de las ciudades y las costumbres laboriosas de una población muy
diseminada, parecen desterrar todo peligro en esta especie de experimentos, y
por eso son más frecuentes de lo que pudiera creerse. En ninguna parte se
extreman tanto como en ese país, así en los colegios como en las más
pobres escuelas rurales; y he aquí por qué la península escandinava se puede
lisonjear de producir, proporcionalmente a su población, más sabios y hombres
distinguidos que cualquiera otra región de Europa. Al viajero le sorprende
siempre el contraste que ofrece una naturaleza casi salvaje, con fábricas y
trabajos artísticos que suponen la más refinada civilización.
Pero ya es tiempo de reunirnos con el doctor Schwaryencrona, a
quien hemos dejado en el umbral de la escuela de Noroé.
Si los alumnos le habían reconocido al punto sin haberle visto
nunca, no le sucedía lo mismo al maestro, que lo conocía, sin embargo, de larga
fecha.
-¡Hola! ¡Buenos días, mi querido Malarius! exclamó cordialmente
el recién venido, adelantándose con la mano abierta hacia el maestro.
-Caballero, sea usted bienvenido, contestó Malarius, algo
cortado, con esa timidez propia de los solitarios, y sorprendido en medio de su
demostración. ¿Me dispensará usted si le pregunto a quién tengo el honor?...
-¡Cómo!... ¿Tanto he cambiado desde que corríamos por la nieve
y fumábamos en aquellas largas pipas de Cristianía?... ¿Has olvidado ya la
escuela de Krauss, y será necesario que pronuncie el nombre de tu camarada y
amigo? repuso el visitante.
-¡Schwaryencrona!... exclamó el señor Malarius. ¡Es posible?
¿Eres tú, de veras?... ¿Es usted, señor doctor?