-¡El señor doctor Schwaryencrona!
¡Tan notable era la semejanza con el retrato grabado en las
botellas del doctor!
Debe advertirse que los alumnos del señor Malarius tenían casi
siempre estas botellas a la vista, por la sencilla razón de que una de las
principales fábricas del doctor se halla establecida precisamente en Noroé; mas,
por otra parte, no era menos cierto que hacía muchos años que el sabio no había
puesto los pies en el país, y que ninguno de los muchachos podía lisonjearse de
haberle visto antes en carne y hueso.
Pero mentalmente, era distinto; hablábase mucho del doctor
Schwaryencrona en las veladas de Noroé, y es seguro que al sabio le hubieran
zumbado a menudo los oídos si la preocupación popular tuviese el menor
fundamento en este punto.
Como quiera que sea, aquel reconocimiento tan unánime y
espontáneo era un verdadero triunfo para el autor desconocido del retrato,
triunfo de que el modesto artista habría tenido derecho para enorgullecerse, y
que también podría envidiar algún fotógrafo a la moda.
Sí: evidentemente aquélla era la barba puntiaguda del sabio,
aquella su nariz curva con las antiparras; aquel bonete de nutria, el mismo que
él usaba; no había error ni confusión posible: todos los alumnos del Sr.
Malarius lo hubieran jurado.
Pero causábales extrañeza, y hasta les desilusionaba un poco,
observar que el famoso doctor era hombre de mediana estatura, y no un gigante,
cual ellos se figuraban. ¿Cómo podía contentarse tan ilustre sabio con una talla
de cinco pies, y tres pulgadas? Apenas llegaba su cabeza gris al hombro del Sr.
Malarius, aunque el maestro estaba ya algo encorvado por la edad; pero debe
advertirse que, como éste era mucho más enjuto de carnes, parecía más alto. La
holgada hopalanda de color castaño, a la que un prolongado uso comunicaba ya
visos verdosos, flotaba en los hombros del maestro como una bandera en su asta;
llevaba calzón corto, zapato con hebilla, y cubría su cabeza un bonete de seda
negro, bajo el cual sobresalían algunos mechones de cabellos blancos.