Pero el Señor, arrepentido de su rudeza, añadió con tono bondadoso:
-Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva: acércame esos chicos.
Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.
-Tú -dijo al primero, un
gordiflón muy serio, que le escuchaba con las cejas fruncidas y un dedo en la nariz-, tú serás el encargado de juzgar a tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes a una misma regla, que es como si a todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento.
Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo para sacudir a sus hermanos.
-Tú serás un guerrero, un
caudillo. Llevarás tras de ti a los hombres como el rebaño que marcha al matadero, y, sin embargo, te reclamarán: la gente, al verte cubierto de sangre, te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos a hierro y fuego, destruye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.
Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.
-Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás dinero a los reyes, tratándolos como iguales, y si arruinas a todo un pueblo, el mundo entero admirará tu habilidad.
El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, si decidirse a ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos encerrados en el establo que iban a quedar excluídos del reparto de mercedes.
-Voy a enseñárselos -decía por lo bajo a su marido.