-¡Niño!...
¡Pequeñín! -gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas-. ¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando le hables, dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡Tan ricamente que lo pasábamos en el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver a verle para convencernos de que no nos guarda rencor.
-Se hará como se pide -contestaba el serafín.
Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes.
Menudeaban los recados de este género, sin que Eva fuese atendida. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no le dejaban un momento de reposo.
Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía.
-Oye, Eva: si esta tarde hace buen tiempo,
es posible que el señor baje a dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba: «¿Qué será de aquellos perdidos?»
Eva quedó como anonadada por tanto
honor. Llamó a gritos a Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo, cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras. Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estudis; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando a Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.
Ya creía tenerlo todo corriente,
cuando le llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte o treinta..., o Dios sabe cuántos. ¡Y cuán feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.
-¿Cómo presento esta
pillería -gritaba Eva-. El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre... ¡Claro, los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo!
Después de muchas dudas,
escogió los preferidos (¡qué madre no los tiene!), lavó los tres más guapitos, y a cachetes llevó hasta el retablo a todo aquel rebaño triste y sarnoso, encerrándolo, a pesar de sus protestas.