PRÓLOGO
Incluso en los últimos tiempos de civilización hubo disputas
acerca de la validez de esta teoría llevada a la práctica. De hecho, los
aristócratas autoproclamados "eruditos" discutieron, en vísperas de la
extinción, si verdaderamente se trataba de un auténtico camino a la felicidad o
tan sólo una obsesión con trasfondo meramente económico. Nada más parecido a las
discusiones bizantinas en época de batalla, remitidas a la sexualidad de los
ángeles.
La realidad que les rodeaba hablaba a las claras de las
consecuencias de una cultura netamente dedicada al recuerdo, aunque
probablemente sólo uno de los disertantes fuera capaz, en aquellas instancias,
de notarlo. Ningún otro que Romeo Cantamarina, primogénito de Antonio, un joven
de sangre ardiente que había cruzado el mar con aspiraciones libertarias y que
veía, en aquella junta extraordinaria, quizás la última posibilidad de despertar
la razón de quienes decidían, a su criterio erróneamente, por el pueblo.
Lautaro Millano sin embargo, acérrimo defensor de la filosofía del
recuerdo, contaba con el aval de sus populares aciertos en la conducción de la
civilización durante décadas y no permitía opinión contrapuesta, aun cuando las
circunstancias sugirieran lo contrario. No permitiría la disertación repetida de
la estirpe Cantamarina, la cual había experimentado de la mano de Antonio varios
años antes de que Romeo pudiera hilvanar una frase coherente, dada su corta
edad.
Aquella tarde no habría espacio para tregua. Ni aquella tarde ni
nunca. Millano y Cantamarina eran apellidos repelentes como consecuencia de un
pasado bélico. Eran los dos polos ideológicos de la personalidad de Bonifacio
Martinez, conocido en sociedad como el "Filósofo del Recuerdo"; un visionario
para Lautaro; un psicópata para Cantamarina.