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Estaba sola y sabía, por lo menos en ese minuto, que era el final. Miró hacia el cielo. Una nube oscura y espesa lo cubría dejando ver entre los cúmulos de humo, como en las tormentas eléctricas más coléricas, el resplandor de la batalla por debajo y sobre ella. Quien aún estuviese con vida, debía protegerse por todos lados ya que caían como un diluvio restos de metal, plástico y seres desmembrados en tanto el espacio era una red de comunicaciones entrecortadas pidiendo S.O.S u ordenando ataques. Cerró sus negros ojos y trató de ver entre los recuerdos por última vez a su madre, la selva y todo lo que en ella había sentido, oído, olido, tocado, amado. No comprendía el por qué había aparecido entre cloacas, ratas y el final de todo lo manifiesto en el cosmos. No comprendía la misión divina encomendada en ella pero la aceptaba. Aceptaba con humildad que era sólo un enlace en aquella batalla. Que era un chip diminuto de la suprema inteligencia omnipresente que sintió y sentía, aún existía. Segura de que su vida culminaba ese día, encogió sus hombros y respiró la última chispa del placer que da el no darse por vencido. Volvió a fijar la atención en la mira del cañón y se sorprendió al no ver a su oponente. Al girar su rostro hacia el frente, se encontró con la máquina humanoide y el rayo desintegrador apuntando a su frente. Sin dejar de mirar los ojos brillantes y rojos del enemigo, activó el lanzador de granadas en el mismo instante que el Yaj, de la legión robótica de los destructores lanzó el rayo; el zumbido se escuchó pero no la explosión. Algo la succionó hacia atrás atravesando la pared derruida y cayó. Sólo cayó entre el vacío y el silencio que seguro para ella, era el camino definitivo a la muerte. Entre tanto, las estaciones orbitales de la Tierra junto a las de sus aliados estaban siendo exterminadas por los enjambres de naves necralitas que en forma sistemática lanzaban sus mortíferos rayos creando en el espacio un entretejido de fibras energéticas cuyo único objetivo era terminar con los últimos grupos de resistencia galáctica. Necros, El Señor del Universo, prácticamente había logrado su objetivo: aprisionar a las esencias del poder, excepto una, y por ello no había permitido que nada obstruyera su misión: expandir su imperio necralita sobre el Universo lo que en ese instante era evidentemente un hecho. Si bien en un principio su meta era el exterminio de las esencias, temió que eso significara la desaparición del poder en sí mismo y hasta de su propia persona; entonces creyó conveniente poseer al verdadero poder controlando a las esencias que lo sustentaban a las que mantenía prisioneras en lo más recóndito del espacio. A partir de allí el terror se intensificó en busca de la que faltaba aumentando el placer de la Oscuridad. Si bien Oscuridad y Luz existieron desde que la Fuente se manifestara a sí misma, pasaron de ser dos fuerzas en equilibrio a dos fuerzas en tensión porque la Oscuridad quiso primar sobre la Luz y a través de los siglos fue nutriendo de avaricia a los seres de almas confundidas forjando en ellas una coraza de la crueldad más aberrante que se haya conocido. Ahora bien. ¿Por qué Necros había llegado hasta este punto?. ¿Dónde estaba su parte dual, su ser de luz, su esencia amorosa propia del humano?. Pues la Oscuridad comenzó a acrecentar su reinado sobre cada galaxia y vías de acceso a cada Plataforma con su Orbe, desde que Necros asesinara a su propia sombra en aquella batalla descarnada donde se aniquiló al Orbe delfinario, refugio de Guardianes y espíritus del Cosmos. La codicia, el engaño, la traición y la succión de la esencia onírica de todo ser fueron los mejores aliados de Necros, aparte de los que ansiaban el mismo trono como el Señor del Mar de los Muertos quien se alió desde el principio por el predominio del agua y; por supuesto, los pestilentes e ignorantes subordinados yakras y krajnas que lo siguieron desde que surgiera Nécral, reino de los desiertos, que dividió al antiguo Orbe Esencial donde todos los representantes de las supra—almas de la Fuente, vibraban en amor. Tal vez, la frase que dijera el gran sabio Dino no se acoplaba a esa realidad ni a ésta: “Para que exista un buen fin, lo importante, son los buenos principios.”
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