El niño en su traje de astronauta de los 12
años
Los cadáveres presentaban síntomas claros de congelamiento. Después de un
somero examen llegué a la conclusión de que estos cuerpos pertenecieron en vida
-todos-, a la misma persona o a los diversos modos de aparecer una persona.
Intento regresar al recuerdo de mí mismo cuando este parecía estar inalterado
por las circunstancias. Arrastrando los pies, avanzo entre entes diversos. La
expresión no se ajusta a la realidad. ¿O existe un método para avanzar
arrastrando ambos pies a la vez? ¿O no existe la realidad?
Escapo de este
cuerpo que me afirma sobre el suelo. La gravedad aquí es baja, y mis pies están
llenos de plomo para no flotar. Llevo un traje de astronauta lleno de tubos y
costuras impermeables. Pero mi análisis es contundente y desalentador. Lamento
dar estas noticias al Encargado que hoy es mi jefe. Moviendo las dos
extremidades al mismo tiempo, sin embargo me apoyo con certera precisión entre
un hombro no tan desconocido -al menos eso parece- y una cara, esta sí, bien
conocida. Creo partir hacia un lugar del cual no hay un retorno posible, al
menos, con la integridad de mis partes. Estoy en una cueva por momentos y, sin
saberlo, me tele-transporto dentro de la nave, luego fuera y vuelvo a entrar en
la cueva, que es larga y se va angostando a medida que me adentro en ella. Allí
veo la disgregación y unos huevos clavados al piso. Pelos, rasgos, muecas
virtuales y esporádicas que me remontan en el tiempo como a un viajero fugaz
huyendo de su sombra, exteriorizándola involuntariamente y viéndome reflejado en
su aspecto espejado. Confundido y mimetizado con los cimientos retrospectivos de
mi sintomatológica historia. Y entre una cabeza gigante, una mano y otro pie...
Había muchos de estos miembros esparcidos dentro de la cueva a la que fui
instruido para explorar con minuciosidad. Allí parecía haber miles y miles de
órganos y de partes multiplicadas en el piso. Encajadas. Firmes e inamovibles.
"Pero estos miembros, son perfectamente cuantificables y la expresión «miles y
miles» no se ajusta a lo concreto", pensé. Debería enumerar a estas partes
humanas y creo que coincidirían con la cifra que bailotea en mi cabeza. Tengo
esa presunción. Coincidirán conmigo mismo y el número exacto que vine a buscar.
He descubierto las dobles intenciones del Encargado, sé más de lo que él
cree y me quiere dejar ver. No lo deduzco con claridad absoluta todavía, pero...
Él pareció dudar al darme las ordenes. Calzo el tamaño justo de mi bota ante
ojos que me miran y me dicen sin palabras que allí no quepo. Que no los pise. A
lo sumo muevo, apenas un poquito, el costado de uno de estos alienígenas para
hacerme más lugar entre ellos. Brazos yuxtapuestos, mentones, rodillas.
Tal vez más atrás... sus dedos... o sus abdómenes y sus espaldas que están
como torcidas y giradas de lado. Enmohecidas y con signos claros de deterioro y
de dejadez. Mi bota cabe, sin problema ahora, entre esos rostros oblicuos. Me
tele-transporto. Voy adelante y voy hacia atrás en el tiempo. Un paso más. Se
avanza muy lento y con dificultad. Finalmente no tambaleé, ni perdí mi
equilibrio. Son como forasteros o huevos en el suelo, esperando romper su débil
cáscara de piel, una epidermis de células muertas, costras, o partes desechadas
de seres tan diligentes y explicables como yo, instrumentos para sus beneficios.
Cuesta creer en estas criaturas allí tiradas por doquier. Cuesta
considerarlas autónomas. Si es -claro está-, que como mínimo soy capaz -igual
que desde siempre-, de darme a entender por completo al decir que, en este
planeta incógnito, rompo el contacto conmigo y con mi cuerpo. Huyo y siento
eclipsarme sin poder trasmitir todo mi juicio en términos legibles y
científicos. El problema es que, aunque parezcan ser independientes, no lo son.
Se mueven y avanzan en grupo como una imparable epidemia viral invisible que
todo lo contagia, sin consideraciones y sin ningún tipo de bizarría. En ellos
parece coexistir, de forma inaudita, la independencia y la propiedad, el calor y
el frío, el existir de la materia y la nada más profunda. El tiempo de hoy y el
tiempo de antes. Son libres dentro de los confines del sometimiento cósmico y,
sobre todo, mientras sus pieles aguanten. Tienen un ojo torcido. Me siguen
mirando. Y el miedo conquista mi desguarnecida carne dentro de mi traje de
astronauta ficticio, llegando hasta mis huesos y haciéndolos crujir hasta
reventar de ansiedad. Una implosión quebradiza y doliente, cada vez que en la
cueva se acaba el aire. Sufro ataques de pánico y claustrofobia. Mi traje es de
un material impermeable y protector contra esta atmósfera enrarecida, y aún
tengo como una media hora más de oxígeno. ¡Aunque si los recuerdos se llegaran a
filtrar por las costuras, sería el fin!
Ellos no saben de mí, puesto que yo
parezco ser el último de la zaga. Pero yo los distingo bien, con una claridad
que sintiese ser heredada o llevada desde siempre en el ADN y sí sé,
fehacientemente, quiénes son. Hay un juicio de valor equidistante a cada
deprimida sensación de felicidad, y aunque consideren anularse los antagonismos
de afuera y el exilio, hoy no lo hacen. Coexisten. El exterior y el interior de
mi casco elíptico se empañan progresivamente. Es un plexiglás que se me opaca en
ocasiones en las que respiro hiperventilando. Su función es aislarme y
mantenerme a salvo, pero hoy me impide ver. La forma de sus cuerpos es del todo
familiar y me muestran quién he sido yo dentro del viejo contexto ovíparo.
Incivil y biológicamente, sólo son fragmentos. Tan solo remembranzas de uno que
estuvo lejos de conquistarse. Ya no tengo miedo. Se me pasó esa media hora de
aire, ahora la aguja del barómetro marca que estoy con la reserva. Parece ser
que en este nuevo planeta no se siente miedo. Eso pertenece al otro lado -a la
Tierra-. ¡Yo no sé cuál es mi sitio sempiterno! Veo que me quedarán, como mucho,
cinco minutos de oxígeno. No creo que el Encargado se ofenda si le digo que me
quedo aquí, entre éstos. Quizás él ya lo supo de antemano. Tal vez en esto se
base mi misión. Quizás el Encargado mañana también esté allí debajo, pegado al
piso, compactado y aferrado a la piedra con forma de huevo alienígena o siendo
un embrión crecido, o un nuevo niño soñador a punto de renacer, o un cadáver
envasado en un cascarón amniótico.