Las copas de Bohemia desbordan el vino que da calor al cuerpo,
y la boca entreabierta de la mujer derrama estas palabras que dan calor al alma.
El alba se espereza entretanto, y piensa en levantarse. No pensemos en ella.
Afuera sopla un viento frío que rasga las desnudas carnes de esas pobres
gentes que han pasado la noche mendigando y vuelven a sus casas sin un solo
mendrugo de pan negro.
No pienses, por Dios, en la capota de pesadas pieles que duerme
aguardándote en el guardarropa, ni en los cerrados vidrios de tu coche.
Fin del mundo y salida de un baile todo es uno. Final de fiesta mezclado de
silencio y de fatiga, hora en que se apagan los lustros y cada cual vuelve a su
casa; aquéllos a dormir bajo las ropas acolchonadas de su lecho, y
éstos a descansar entre los cuatro muros de la tumba. Las bujías
pavesean, lamiendo las arandelas del enroscado candelabro; los pavos del
buffet muestran sus roídas caparazones y sus vientres abiertos;
los músicos, luchando a brazo partido con el sueño, como Jacob con
el ángel, no encuentran aire en sus pulmones para arrojarlo por el agudo
clarinete, ni vigor en sus flojas articulaciones para esgrimir el arco del
violín; sobre la blanca lona que cubre las alfombras hay muchas flores
pisoteadas y muchas blondas hechas trizas; las mujeres se van poniendo ojerosas,
y el polvo de arroz cae, como el polen de una flor, de sus mejillas; los
cocheros, inmóviles, duermen en el pescante envueltos hasta la frente con
sus carricks éste es el fin del baile, éste es el fin del
mundo. Pero -aguarda un momento- ¡falta el cotillón!