Vanamente esperé que el gran desconocido apareciera en
el cielo raso de mi alcoba. Para este excursionista, que no viene de Chicago, no
hay hombres notables ni visitas de etiqueta. Tuve, pues, que esperarle en pie y
armado, como aguarda un celoso al amante de su mujer, para darle, al pasar, las
buenas noches. Eran las cuatro y media de la madrugada. Las estrellas
cuchichearon entre sí, detrás de los abanicos, y algo como un
enorme chorro de champagne, arrojado por una fuente azul, se dibujó en
Oriente. Era el cometa. La luna, esa gran bandeja de plata en donde pone el sol
monedas de oro, se escondía, desvelada y pálida, en el Oeste. Los
luceros y yo teníamos frío.
Mas si el cometa no presagia ahora el desarrollo de la
epidemia, ni la contingencia de un conflicto internacional con Guatemala,
sí puede chocar en el océano oscuro del espacio con esta
cáscara de nuez en que viajamos. Tal conjetura no es absolutamente
inadmisible. Hay 281 millones de probabilidades en contra de esa
hipótesis, pero hay una a favor. Si el choque paralizara el movimiento de
traslación, todo lo que no está pegado a la superficie de la
tierra saldría de ella con una velocidad de siete leguas por segundo. El
tenor Prats llegaría a la luna en cuatro minutos. Si el choque no hiciera
más que detener el movimiento de rotación, los mares
saldrían de madre descaradamente y cambiarían el Ecuador y los
polos. ¡Qué admirable espectáculo! Los mares
vaciándose, como platones que se voltean, sobre la tierra. El
astrónomo Wiston cree y sostiene que el diluvio fue ocasionado por el
choque de un cometa: el que apareció nuevamente en 1680.