Pero el cometa, a pesar de estas dudas, existía. Un
sacerdote que va a decir su misa antes del alba le había visto. No era,
pues, un pretexto del hirviente sol para tenerme desvelado y vengarse de todos
mis desvíos. Los panaderos le conocían y saludaban. El gran
viajero del espacio estaba en México.
Los graves observadores de Chapultepec no han despegado
aún sus labios, y guardan una actitud prudente para no comprometerse. No
saben todavía si ese cometa es de buena familia. Y tienen
sobradísima razón. No hay que hacer amistades con un desconocido,
que, a juzgar por la traza, es un polaco aventurero. Sobre todo, no hay que
fiarle dinero. ¿A qué ha venido?
La honradez del cometa es muy dudosa. Sale a la madrugada del
caliente camarín en que duerme la aurora, y no contento aún con
deshonrarla de este modo espía por la cerradura de la llave hasta que
acaba de lavarse. Yo no sé si la aurora es acosada; pero séalo o
no, la hora a que el cometa sale de su casa no habla muy alto en pro de su
reputación.
El cometa no es caballero. Hace alarde de sus
bellaquerías; sale con insolencia, afrentando a los astros pobres con el
lujo opulento de su traje, y, sin respeto al pudor de las estrellas
vírgenes, compromete la honrosa reputación de una señora.
No tiene vergüenza. Cuando menos debía embozarse en una capa.