No me había sido presentado. Yo, comúnmente, no
recibo a las cuatro y treinta y dos minutos de la madrugada; y ese gran
noctámbulo deja sus sábanas azules muy temprano, para espiar la
alcoba de la aurora por el ojo de la llave, luego que la divina rubia salta de
su lecho con los brazos desnudos y el cabello suelto. Su pupila de oro
espía por la cerradura de Oriente. Tal vez en ese instante la aurora baja
las tres gradas de ópalo que tiene su lecho nupcial, busca para cubrir
sus plantas entumecidas las pantuflas de mirtos que los ángeles forran
por dentro con plumas blancas desprendidas de sus alas. Y él la mira; la
circunda con el áureo fluido de sus ojos; la palpa con la vista: siente
las blandas ondulaciones de su pecho; ve cómo entorna los
párpados, descubriendo sus pupilas color de nomeolvides y recibe en el
rostro las primeras gotas de rocío que van cayendo de las trenzas rubias,
cuando la diosa moja su cabeza en la gran palangana de brillantes, y
aliña con el peine de marfil su cabellera descompuesta por la almohada.
El cometa está enamorado. Por eso se levanta muy temprano.
Cuando los diarios anunciaron su llegada yo dudé de su
existencia. Creí que era un pretexto del sol para obligarme a dejar el
lecho en las primeras horas matinales. El padre de la luz está
reñido conmigo porque no le hago versos y porque no me gusta su hija, el
alba.
La blancura irreprochable de esa mujer me desespera; y desde
que amo con toda el alma a una morena, odio a las rubias, y sobre todo a las
inglesas. La noche es morena... ¡Como tú! ¡Perdón!
Debí haber dicho: ¡Como usted!