Ahora no se dan ya tales casos, pero hubo un tiempo en que,
incluso entre los dignatarios del Estado, se encontraban a veces volterianos.
Los más altos jefes seguían aquella moda, y los dignatarios de
menor categoría los imitaban.
Pues bien, en aquel tiempo vivía un gobernador que no
creía en mucho de lo que otros, por candidez, creían. Y lo
más grave era que no comprendía para qué había sido
creado su cargo.
Por el contrario, el mariscal de la nobleza, adscripto al
gobierno civil, creía en todo y comprendía, hasta en sus
más sutiles particularidades, la importancia del cargo de gobernador.
Una vez, sentáronse ambos en el despacho del gobernador
y empezaron a discutir.
-Dicho sea entre nosotros -manifestó el gobernador-, yo
no comprendo esto en absoluto. A mi parecer, si a todos los gobernadores nos
suprimieran, sin ruido, nadie caería en cuenta de ello, siquiera.
-¡Oh, qué cosas dice Vuecencia! -le replicó
el mariscal de la nobleza, sorprendido e incluso asustado.
-Claro que esto se lo comunico de un modo confidencial...,
pero, sin embargo, hablando con sinceridad, ¡le repito que verdaderamente
no lo comprendo! Imagínese: la gente vive tranquila, pacífica, no
olvida a Dios, respeta a la zarina, y de repente, ¡¡se les presenta
un gobernador!! ¿De dónde viene?, ¿cómo?,
¿por qué razón?