-Aquí no me hallarán, hay mucha obscuridad. -Se
acurruca y se encoge; tal es su espanto que apenas se atreve a respirar.
Y de pronto siente un bienestar, sus manitas y sus piececitos
no le duelen ya, tiene calor, tanto calor como al lado de una estufa, y todo su
cuerpo se estremece. ¡Ah, va a dormirse! ¡qué agradable es
dormir!
-Me quedaré aquí un momento y luego
volveré a ver las muñecas --pensaba el pequeñuelo, que
sonrió al recordar las muñecas. -¡Todo como si estuvieran
vivas!
Ahora, hete aquí que oye la canción de su
madrecita. Mamá, estoy durmiendo... ¡Ah, qué bien se
está aquí para dormir!»
-Ven a mi casa, niñito, a ver el árbol de
Navidad, --pronunció una voz suavísima.
Pensó primero que era su madrecita; pero no, no era
ella.
¿Quién le llama? No sé. Pero alguien se
inclina sobre él y le envuelve en la obscuridad, y él tiende la
mano y de pronto... ¡Oh, qué luz! ¡Oh, qué
árbol de Navidad! No, eso no es un árbol de Navidad, nunca lo ha
visto ni parecido.