El kopeck se le ha caído de las manos y ha repiqueteado
en el peldaño de la escalera: ya no podía apretar lo bastante sus
deditos rojos, para llevar la moneda. El niño salió corriendo y
caminó ligero, ligero. ¿Dónde iba? lo ignoraba.
Querría llorar, pero tiene mucho miedo. Y corre, corre, soplándose
las manitas. Y el pesar se apodera de él ¡se siente tan abandonado,
tan azorado! Y de repente, ¡Dios mío! ¿qué otra cosa
ocurre? Una multitud permanece allí y mira: En una ventana, detrás
del cristal, tres muñecas bonitas, vestidas con ricos vestidos rojos y
amarillos, y todo, todo como si fueran vivas! Y aquel viejecito sentado que
parece tocar el violín. Hay también dos más, parados, que
tocan pequeños, pequeñísimos violincitos y mueven la cabeza
a compás. Se miran uno a otro, y sus labios se mueven: ¡hablan de
verdad! Sólo que no se les oye a través del vidrio» Y el
niño piensa primero que están vivos y cuando comprendo que son
muñecos, se echa a reír. ¡Jamás ha visto
muñecos semejantes, y no sabía que los hubiera así!
¡Y quisiera llorar, pero es tan gracioso, son tan graciosas esas
muñecas!
De repente se siente asido de la ropa; a su lado se halla un
muchacho grande y malo que lo da un puñetazo en la cabeza, lo arranca los
calzones y le hace una zancadilla. El niño cae. Al mismo tiempo la gente
grita; él se queda un momento rígido de pavor, luego se levanta de
un brinco y echa a correr; corre, enfila una puerta cochera, no sabe donde, y se
oculta en un patio, detrás de una pila de leña.