-¿Tanto frío hace? -piensa el chico.
Permanece inmóvil un rato, con la mano sobre el hombro
de la muerta; después se sopla los dedos para calentarlos, y al ver su
gorrita sobre la cama, busca despacio la puerta y sale del subsuelo. Hubiera
salido antes si no le hubiera atemorizado el perro grande que, allá,
arriba, en el pasadizo, ante la puerta del vecino, ladra todo el santo
día. Pero el perro ya no está, y hete aquí el chico en la
calle.
-¡Dios mío, qué ciudad!
Hasta entonces, jamás viera nada semejante. Allá,
de donde ha venido, la noche es más obscura; sólo hay un farol
para toda la calle; casitas bajas de madera, cerradas con postigos desde que
obscurece, ni un alma; todo el mundo se encierra en su casa; sólo una
multitud de perros que aúllan, centenares, millares de perros que
aúllan y ladran la noche entera. Pero en cambio, allá hacía
bastante calor y le daban de comer. Aquí, ¡Dios mío,
qué bueno sería comer! ¡qué alboroto hacen
aquí! ¡qué tronar! ¡qué luz y qué mundo
de gente! ¡cuántos caballos y coches! ¡Y el frío, el
frío! El cuerpo de los caballos humea frío, y sus ardientes
hocicos soplan vapor blanco; sus herraduras suenan sobre la calzada a
través de la blanca nieve. ¡Y cómo se atropella toda esta
gente! ¡Dios mío, que ganas tengo de comer un pedacito de cualquier
cosa!.. Y ahora que me duelen los dedos.