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Entretanto, el sol sumergido en un mar de
colores candentes se ocultó de la selva. Murciélagos de un
tamaño no particularmente grande revolotearon ante la embarcación.
Grandes bandadas de bacuraus (golondrinas nocturnas) con su plumaje de
sombrío colorido revolotearon siniestras sobre una isla anegada. Se hizo noche cerrada, una de esas noches tropicales, profundamente oscuras, sin un resplandor de luna. De repente, João, nuestro portugués, que por pura complacencia había reemplazado al marinero en el timón, rehusó continuar piloteando porque aquel se negaba a relevarlo y de pronto hizo encallar la lancha en medio de una isla cubierta por las aguas. Nuestra pequeña embarcación quedó aprisionada entre las copas de los árboles y peligró zozobrar al enredarse en su ramaje. Teníamos motín a bordo y desde el cielo amenazaba la tempestad. Nuestra situación en medio de aquel río anchuroso como un mar, cuyas olas tempestuosas son capaces de provocar el hundimiento de embarcaciones pequeñas, no podía calificarse sino como desagradable en grado sumo. Al cabo de alguna argumentación y la declaración categórica de que por ninguna circunstancia queríamos pernoctar en un lugar tan peligroso, logramos apaciguar a João e imponer nuestro deseo de pasar la noche en la ribera, fuese donde fuere. Proseguimos viaje, pues, oteando en busca de la ansiada choza india. Creímos divisar una luz en tierra, pero fue una ilusión. Seguimos navegando. Eran las ocho y no se veía luz por ninguna parte. La sirena de nuestra lancha comenzó a dar señales de emergencia. No hubo respuesta. Sólo nos llegaba como una burla el concierto nocturno de los animales de la selva. Nos encontrábamos completamente solos en medio de la soledad selvática. Dado que nuestro barco ya había tocado una roca del fondo y en medio de semejante oscuridad no nos parecían exentos de peligros nuevos experimentos, terminamos por echar anclas cerca de la costa, en una isla anegada. Teniendo en cuenta nuestro desconocimiento del terreno y del límite de la costa, sumergida por causa de la crecida, no se podía pensar siquiera en abandonar la embarcación para levantar tiendas. Decidimos pues, pasar la noche a bordo de nuestra lancha abierta, de todos modos, una empresa en cierta medida objetable desde el punto de vista sanitario, ya que en esa estación el río está contaminado de fiebre y es menester cuidarse de dormir a la intemperie. Además, en Manaos nos acababan de informar que la malaria del trópico extermina a menudo en pocos días a los extranjeros que la contraen. La humedad nos envolvía por todos lados, pero tratamos de defendernos mediante ropas abrigadas que sobrepasaban ampliamente la medida condicionada por la temperatura. Convertimos en lechos las tablas del pasillo y los angostos bancos de madera de la nave y apretados entre nuestro equipaje, con el cielo como dosel y el ligero toldo de lona flameando sobre nuestra cabeza buscamos el descanso tan necesario durante una travesía. |
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En la región del Amazonas
de Teresa de Baviera
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