A mediodía, la lancha de vapor
arrendada por nosotros, la "Corta-agua" ya estaba en el puerto pronta
a zarpar. Esta lancha era un pequeño vaporcito, sin rastros de cabina. Simplemente, una canoa abierta, impulsada por vapor, de escasa capacidad para alojar a las pocas personas que éramos, los víveres, los artículos para canje y la provisión de carbón. Decididamente, para un viaje de duración indefinida como el nuestro, esa embarcación era insuficiente, pero no había otra disponible. Formaban parte de la tripulación además del piloto, el señor Maximillano Roberto, un maquinista inglés, un viejo marinero portugués sordo y otro portugués de nombre João, útil para todo menester. Era éste un individuo magnífico e ingenioso a quien tomamos a nuestro servicio durante nuestra estada en Manaos. Sabía salir del paso ante cualquier dificultad con buen humor y, la,; palabras "Não faz mal" (no importa).
Al principio, nuestro rumbo nos
llevó por la orilla izquierda del río Negro, compuesta por arenisca roja, bastante alta y densamente poblada de árboles frondosos y palmeras maja. La diferencia entre el carácter predominante de las riberas del Amazonas y las del río Negro se nos hizo patente muy pronto. Mientras que en el primero las riberas son en su mayoría bajas y anegadizas y las islas se elevan en gran parte sobre el nivel de la creciente, las del río Negro son tierra firme constante (terreno que no es alcanzado por las inundaciones) y, algunas de las islas se anegan casi hasta la cima de sus árboles. Se nota allí la ausencia total de una vegetación costera exuberante, de riqueza casi feérica, agrupada en forma tan fantástica como la que encontramos en el Amazonas. Además, las especies vegetales son en general diferentes a aquellas. No adornan las orillas arenosas montricardias ni canaranas. Unas pocas cecropias extienden sus ramas tiesas y escasas palmeras mecen al viento sus graciosos penachos. Faltan los grande gigantes de la selva y en su lugar aparecen especies arbóreas bajas o de mediana altura y en el río mismo no derivan islas de capim ni árboles desarraigados.
A las dos y media de la tarde la temperatura de la atmósfera era de 260 C. y la del agua de 27,50 C. Para paliar los ardientes rayos del sol que castigaban despiadadamente con su calor, nuestro vapor miniaturesco estaba equipado con un toldo de lona fina, pero a los costados faltaban esas especies de dispositivos protectores de los que no carecen siquiera los pequeños botes de remo de estas regiones ecuatoriales. En consecuencia, terminamos por confeccionar nosotros mismos una pared vertical a nuestro alrededor con un retazo de lino que encontramos por casualidad a bordo, a fin de ponernos a resguardo de las nocivas influencias del sol tropical.