Pasaban así los días, uno tras otro, y con ellos
"la adaptación a la vileza" continuaba haciendo progresos. De
los ideales ya no quedaba ni rastro, eran solamente escoria; pero, a pesar de
todo, el liberal no perdía el ánimo. "¿Qué de
particular tiene que haya hundido por completo mis ideales en la vileza? En
cambio yo, como un pilar, me mantengo incólume. Hoy estoy tirado en el
barro, pero mañana asoma el solecillo, seca el cieno, ¡y quedo de
nuevo tan campante y lozano!" Las personas expertas oían estos
autobombos y le hacían coro: ¡Exactamente!
Un día, iba por la calle con un amigo, charlando de sus
ideales, como de costumbre y poniendo por las nubes su sabiduría, cuando,
de pronto, sintió en la mejilla el frescor de unas salpicaduras.
¿De dónde procedía aquello? ¿A qué se
debería? Miró el liberal hacia arriba: ¿No sería que
llovía? Pero vio que el cielo estaba limpio, sin una sola nube, y que el
sol, retozón y resplandeciente, brillaba en el cenit. Hacía
vientecillo, pero, como estaba prohibido verter aguas sucias desde las ventanas,
no podía sospecharse tampoco de semejante operación.
-¿Qué prodigio es éste? -preguntó
el liberal a su amigo-. No llueve, no vierten aguas sucias, ¡y me saltan a
la mejilla salpicaduras!
-Mira -repuso el amigo-, ahí, tras esa esquina, se ha
escondido un hombre. ¡El ha sido! Le han entrado ganas de escupirte por
tus empresas liberales, pero, como no tiene arrestos para hacerlo de frente, ha
recurrido a "la adaptación a la vileza", te ha escupido desde
detrás de una esquina y el viento te ha traído el escupitajo al
rostro.