Y el liberal empezó a obrar dentro de ciertos limites: 
Aquí arranca algo, allí recortaba un poco, más allá 
los ideales desaparecían por completo. Las personas expertas le 
observaban y no cabían en sí de gozo. En un tiempo llegaron a 
entusiasmarse tanto con su labor, que cualquiera diría que se 
habían hecho también liberales. 
-¡Actúa! -le animaban-. Elude esto, vela eso, no 
toques en absoluto lo otro. Y todo marchará bien. Nosotros, querido 
amigo, estamos dispuestos a dejarte entrar en el cercado, para que te refociles 
como macho cabrío, ¡y ya verás con tus propios ojos 
qué empalizadas rodean nuestro huerto! 
-Ya lo veo, ya lo veo -asentía el liberal-. ¡Pero 
me da tanta vergüenza quebrar mis ideales! ¡Tanta 
vergüenza¡ ¡Oh, qué bochorno tan grande!
-Bueno, pues avergüénzate un poco, que la 
vergüenza no es como el humo, que escuece los ojos. Y a cambio de eso, en 
lo posible, realizarás tu empresa.
Sin embargo, a medida que la empresa liberalizadora se iba 
realizando en lo posible, las personas expertas se iban convenciendo de que los 
ideales del liberal, incluso presentados en aquella forma, no olían a 
rosas. Por una parte, habían sido concebidos con demasiada amplitud; por 
otra, no tenían el suficiente grado de madurez, no estaban lo bastante 
elaborados para su asimilación.