Todo ello lo comprendía perfectamente nuestro liberal y,
escudado en estas reflexiones, se preparó para la liza contra la
realidad. Como es natural, se dirigió en primer término a las
personas expertas.
-La libertad, al parecer, no tiene nada de censurable.
¿Verdad? -les preguntó.
-No sólo no es censurable, sino que merece toda clase de
encomios -le respondieron las personas expertas -Eso de que nosotros no deseamos
la libertad, no son más que calumnias, pues en realidad la
añoramos siempre... Aunque, claro está, dentro de ciertos
límites...
-Hum... de ciertos límites... ¡lo comprendo!
¿Y qué opinan ustedes del bienestar material?
-Bienvenido sea igualmente... Aunque, claro está,
también dentro de ciertos límites.
-¿Y qué les parece a ustedes mi ideal de la
iniciativa personal?
-Era lo único que faltaba. Aunque, claro está, de
nuevo dentro de ciertos límites.
Bien. Querían dentro de ciertos límites,
¡pues que fuera así! El propio liberal comprendía bien que
no podía ser de otra manera. "Deja a un caballo sin freno
-razonaba-, y hará tantos destrozos, que no se repararán luego en
muchos años. Mientras que con el freno... ¡santa cosa! Si el
caballo vuelve la cabeza, se le dice: mira, caballito, que te voy a sacudir con
el látigo... ¡así, toma!"