Insistí varias veces, pero el abuelo debía de estar soñando
con sus homónimos porque ni se despertó ni contestó a mis desesperados requerimientos.
Fue al oír gruñir a
los cerdos de manera escandalosa, cuando volví a llamarle, ahora zarandeándole un poco:
-Abuelo, le están haciendo daño a los guarros. Despierta.
Entonces
el abuelo se dio media vuelta y sin abrir los ojos me dijo:
-No es nada. Anda, sigue durmiendo.
Seguí oyendo
los gruñidos y las voces de los hombres durante bastante tiempo; después, los cascos
alejarse y, quizás por el nerviosismo o el susto, me quedé profundamente dormido.
Cuando
desperté, el abuelo no estaba. Fui a buscarlo y lo encontré delante de las
pocilgas. Me di cuenta en seguida que faltaba mi cerdito predilecto, entre otros:
-Abuelo, ¿y Bolita? No veo a Bolita. ¿Y los demás cerditos?
-No lo sé, hijo, se habrán escapado.
-No se han escapado, abuelo, se los han llevado esos hombres malos.
-No. Nunca digas eso. No son hombres malos. Son hombres que necesitan
comer como nosotros y no tienen comida. Son los guerrilleros de la sierra.
Por mucho que quise indagar, no conseguí del abuelo ninguna otra aclaración.
El camastro de la casilla del Tamujal
sería durante muchos años el de la duda y la rabia, como suelen ser casi todos
los camastros del mundo, incluso algunos de más lustre y comodidad. Pero como el
tiempo todo lo laña, a mí me permitió primero olvidar y luego comprender.