Un niño con suerte es el que se cría con sus abuelos. Es
el mejor pan que puede portarse debajo del brazo. Por eso yo fui un niño con mucha
suerte.
Con mi abuelo Lázaro me acostaba la mayoría de las
noches, desplazando de su lugar a mi abuela Josefa; con mi abuelo Ángel pasaba largas temporadas en la
huerta.
¡La huerta! Sus olores aún marean mi cerebro y mis
sentidos.
Estaba situada muy cerca del arroyo del Tamujal,
lindando con la carretera de Almadén-Saceruela. A la entrada de la pequeña finca
se había construido una casilla de piedra y argamasa cuyos cimientos del lado
norte servían de cuneta. No mediría más de diez metros cuadrados. En uno de los
rincones, una pequeña chimenea; colgando de las paredes, todos los enseres de la
casa, porque el abuelo decía que el suelo debía estar libre para ver bien los
bichos. Rodeándola por el este y por el sur, un amplio corral que contenía
profundas cuadras para todo tipo de animales y una larga tena con largos pesebres; encima, un estrecho
pajar.
Todos los días en verano después de comer, el abuelo se
echaba sobre el aparejo y a mí me obligaba a tumbarme -lo de dormir era otra
cosa- sobre un estrecho camastro pegado a una de las
paredes.
En una de aquellas desagradables siestas que se me
hacían eternas -supongo que para el abuelo, que madrugaba mucho más, serían
necesarias y saludables- oí sobresaltado el ruido de los cascos de varias
caballerías que se acercaban a la casa, que se hacía más fuerte y sonoro al
pisar sobre la enorme roca en la que se hallaba enclavada la
vivienda.
Me sobresalté cuando oí cómo alguien abría la talanquera
que daba acceso a los corrales y, completamente aterrorizado, dije a mi abuelo en voz muy
baja:
-Abuelo, despierta. Hay alguien en los
corrales.