En efecto, en cuanto pude cumplí con el encargo. Visité, en primer lugar, a
un señor mayor de Calzada de Calatrava cuyo nombre no recuerdo.
Después, a un entrañable compañero de Abenójar, Víctor, y, por último,
me dirigí con el seiscientos a Nogalejos para visitar al tercero.
No fue mucho lo que pude sacar de dichas entrevistas.
Había mucho miedo aún, y lo máximo que conseguíamos los pocos que nos
dedicábamos al difícil arte de captar militantes eran palabras de disculpa y de
ánimo, y el privilegio de probar algún producto casero de esos que se añoran
cuando se está lejos del pueblo; lo que, por cierto, anulaba la sensación de
fracaso e incomprensión. Estaba a punto de abandonar el salón de la casa en la que me recibió
el último recomendado al que visité, y me disponía a agradecerle las muestras de atención recibidas,
cuando desde uno de los rincones oí una voz que decía:
-Ya
volvemos a las andadas. ¡Como no ha sido bastante el sufrimiento.!
La había visto al entrar, pero como permaneció callada
todo el tiempo, apenas reparé en ella. Vestía toda de oscuro, el pelo aún negro
y abundante recogido en un moño muy bien cuidado, y la cara, ya algo ajada por
los años, mostraba pómulos y mentón pronunciados y mejillas saludables, curtidas
por el aire y por el sol, de color del melocotón maduro. No apartó en ningún
momento la vista de la labor que realizaba mientras yo permanecí sentado. Debía de ser alta
y fuerte, pero no gruesa. Me volví y di un par de pasos hacia el centro
del salón, sin saber si debía o no darme por aludido.
Por fin, dije:
-Perdón, señora, ¿decía usted.?
-¿Cuántos años tienes, hijo? -me preguntó ella.
Quedé aturdido al escuchar la pregunta.
Ella fijó los ojos en mí. Unos ojos grandes y negros de ogro que miraban con
rabia y resplandecían con un brillo especial, que casi hacían daño.