Cuando se palpan en los congresos de los partidos democráticos las
luchas internas, legítimas por supuesto, por ocupar cargos públicos, o las más
espurias tendentes a mejorar de nivel dentro de una administración o conseguir
un trabajo, es inevitable recordar las pretensiones de aquellos años oscuros.
No digo que el presente sea mérito exclusivo de aquellos hombres y
mujeres que se arriesgaron para coger el toro por los cuernos e intentar
amaestrarlo, a base de resistir sus embestidas.
No se me ocurre ni pensarlo.
Pero volvamos a aquella noche.
Las hojas de los árboles quedaron afónicas de tanto chillar.
Las farolas pestañeaban asustadas, aunque también vigilaban. Todo
dispuesto para que los hastiales del Régimen no temblaran.
Sólo a Javier Paulino parecía no importarle tanta atención. Tanta
fijación con su labor de oposición. Abrió la puerta que comunicaba con su
consulta, con decisión.
Su mirada era firme y segura. Su voz, reposada. Su gesto,
imperativo.
De una habitación situada al fondo, salían, en ese momento, Miguel
Ángel León Badía, José Antonio García Rubio, Francisco Granados y Domingo Luis
Sánchez Miras. Finalizaba una reunión de la Junta Democrática. A un comentario
de Sánchez Miras, realizado con su acostumbrada claridad de ideas porque conocía
la situación desde cerca, recuerdo que Javier contestó algo así:
-Nada de misterios, el futuro no es ningún misterio, es un
reto.
Y se volvió con energía hacia el lugar que ocupábamos Bernardo de
Diego, Justo Guerra, Cirilo Arriaga, de Puertollano, y yo.