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Provincia de Buenos Aires
Ciudadela
Sábado 26 de julio de 1952



La noche estaba fresca. En su modesta vivienda de Ciudadela, Horacio y Elena terminaban de cenar.
Ciudadela era un barrio más, de los que conformaban ese populoso conglomerado que con los años se había extendido desmesuradamente más allá de la General Paz. La avenida bautizada —no por casualidad—, con el nombre de un general provinciano, adquirió el carácter de una verdadera frontera entre mundos sociales diferentes. Aislados de la orgullosa capital por ese límite de asfalto, en la mayoría de esas localidades periféricas se fueron apiñando miles de migrantes, llegados desde el interior del país, conviviendo con otros vecinos también llegados de la devastada Europa.
A ésos era mejor tenerlos lejos. Eran la otra Argentina, la que no podía mostrarse a los visitantes extranjeros que se detenían a fotografiar el Obelisco, paseaban por Corrientes, y se asombraban por el ancho colosal de la avenida 9 de Julio.
Allá, en algunos barrios del otro lado, ni siquiera se recogía la basura y las mujeres, gringas y nativas, a puro querosene y fósforos, tenían que quemarla en los descampados para evitar que las ratas y la mugre se multiplicaran delante de sus puertas. Durante horas, las piras ardían llenando el aire de humo celeste claro y del fétido olor a trapos, cartones y restos de alimentos.
Los desvencijados vehículos del transporte público no se atrevían a sacar las ruedas de las pocas calles pavimentadas, siempre pasaban lejos, y los vecinos, para llegar hasta sus casas, debían atravesar zonas que, en el mejor de los casos, sólo estaban iluminadas en algunas esquinas. En esos trances, su conocimiento del terreno les permitía eludir las zanjas llenas de aguas servidas, que corrían paralelas a desparejas veredas de tierra apisonada.
En época de lluvias el barro se adueñaba del lugar y los residentes, que por sus obligaciones no podían resignarse a quedar sitiados, debían apelar a toda su habilidad para saltar charcos, evitar resbalones y llegar indemnes a sus trabajos, a los comercios donde hacían las compras o a las escuelas a las que llevaban a sus hijos.
En silencio, Elena cumple con la rutina de lavar las cacerolas, platos y cubiertos que usaron en la cena. Aún sentado a la mesa, Horacio fuma su acostumbrado Saratoga, pero no puede disfrutarlo como siempre, porque esa noche de julio el cigarrillo tiene el mismo regusto amargo que, desde la tarde, le atenaza la boca del estómago. Con un gesto brusco, poco habitual en él, hace a un lado las migas de pan que aún quedan sobre el ajado mantel de hule, y extiende el ejemplar de Noticias Gráficas que le comprara al canillita de la Estación Piedras del subterráneo A.
Apenas lo había hojeado. No tenía ganas de leer esa noticia que no quería leer. Se sentía mal y deprimido; en los últimos días la salud de Evita ocupaba los titulares de todos los diarios.
Al atardecer, cuando bajó del subte en Primera Junta, última estación de la línea y de su diario recorrido para regresar del centro, casi corrió para salir a la avenida Rivadavia. Necesitaba aire; una llovizna fina y fría desgranaba en la noche su nota de tristeza. Caminando rápido, trató de llegar lo antes posible a la parada del colectivo que lo llevaría a la Estación Liniers. Como si lo estuviera aguardando, vio un coche estacionado en la parada. Apuró el paso, pero, como estaba lleno, desistió de subir esperando a que pasara el siguiente. Consiguió sentarse en uno de los estrechos asientos, pero sobraban los viajeros cansados y faltaban casi todas las luces interiores. Con fastidio, volvió a guardar el diario en un bolsillo de su gastada gabardina.
Al bajar, decidió no tomar otro transporte y caminar hasta su casa. Era sábado, y en Ciudadela el servicio se prestaba con menor frecuencia. Además, pensó que, caminando, acaso encontraría una manera de descargar esa tremenda congoja que llevaba adentro. Desde chico había escuchado que, según enseña el tango, llorar no es cosa de hombres. Tenía ganas de hacerlo, pero también sabía que, tal como reza el precepto arrabalero, debía llorar, como lloran los machos, sin testigos.
Mientras avanzaba, con el cuerpo inclinado hacia delante, las gotas de lluvia cada vez más frías, se iban confundiendo en sus mejillas con la tibieza salobre de sus lágrimas. Sabía que, como él, millones de argentinos estarían llorando en ese instante, incapaces de controlar su dolor, ante la inminente desaparición de la Abanderada de los humildes.
—Elena, ¿podés bajar el volumen, por favor? —dice, sin mirar a su mujer, que permanece inmóvil apoyada en la mesada de la cocina. No quiere ver en los ojos de ella la misma tristeza que le muerde el pecho. Intenta concentrarse en la lectura, pero es inútil, sus oídos están demasiado atentos a las voces que suenan en la radio.
Hace apenas una semana que han podido comprar ese aparato, un Westinghouse de modelo nuevo que, además de prestigiarlos socialmente, les permite disfrutar mejor de sus programas favoritos. “El parlante es más grande y más potente que los de otras marcas y las válvulas son de las más modernas que hay en plaza” —les había dicho el vendedor. El Glostora Tango Club sonaba como nunca, Blanquita Santos y Héctor Maselli tenían otra voz, Los Pérez García parecían acompañarlos.
Esta noche todo es diferente. Sus sentidos están pendientes de la radio, pero no logra concentrarse en la muy buena versión de Cambalache que está cantando Tita Merello. Una voz interior, quizá la de su propio miedo, le dice que algo horrible está por ocurrir. Deja el diario sobre la mesa y se apresura a subir el volumen; de paso, clava los ojos en su reloj de pulsera: son las 21:36. Jamás olvidará esa hora.
La programación habitual se ha interrumpido. Como en un sueño escucha que todas las emisoras del país se integran a la cadena de LRA1, Radio del Estado. Involuntariamente su mano derecha salta hacia el costado izquierdo de su pecho. Al principio nota que se ahoga, luego un latir apresurado y, como cuando perdió a su madre, siente que su corazón desea detenerse. Entonces se da cuenta de que está por escuchar esa noticia que nunca hubiera querido oír.
Elena, con un repasador retorcido entre las manos, se acerca a paso lento, hasta detenerse frente a la radio. Los dos, de pie y ensimismados en sus sensaciones, miran el aparato con respetuoso silencio, como si tuviera vida propia y les estuviera hablando sólo a ellos.
Detrás de la tela marrón que recubre el parlante, el locutor, con voz grave, les comunica que: “La Subsecretaría de Informaciones de la Nación cumple con el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20:25 horas la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación ha pasado a la inmortalidad. Los restos de la señora Eva Perón serán conducidos mañana en horas de la mañana al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde se instalará la capilla ardiente”.
Abrazados, comienzan a llorar.
Para los corazones de millones de argentinos fue como si el mundo se hubiera detenido. Lo peor que podía pasar había pasado. Sintieron en sus entrañas que, a partir de ese momento, nada sería igual. Otra vez los invadía la dolorosa sensación de saberse huérfanos y abandonados; los cabecitas negras se habían quedado sin su hada rubia y protectora.
Otra buena parte de la población escuchó la noticia con alivio; la esperaban ansiosos y, al fin, el odio podía estar de fiesta. Había que odiar mucho para bendecir y festejar la muerte. Era ese mismo odio, cargado de vileza y de desprecio que, no hacía mucho, había escrito “¡Viva el cáncer!” en las paredes del Palacio Unzué.
Para los contreras ahora sólo faltaba voltearlo a Perón. Sin Evita todo iba a ser más fácil.


También, en ese mismo instante, unas muy pocas personas supieron que, la “Operación Zodiaco” había sido todo un éxito.

 
 
 
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