No tardó en recibir un nuevo golpe, pues cuando soñaba con un
ascenso le limpiaron otra vez el comedero. Y he aquí a mi hombre paseándose por
Madrid con las manos en los bolsillos, o viendo correr tontamente las horas en
este y el otro café, hablando de la situación ¡siempre de la situación, de la
guerra y de lo infames, indecentes y mamarrachos que son los políticos
españoles! ¡Duro en ellos! Así se desahogan los espíritus alborotados y
tempestuosos. Y por aquella vez no había esperanzas para Juan Pablo, porque los
suyos, los que él llamaba con tanto énfasis los míos, estaban por los suelos, y
había lo que llaman racha en las regiones burocráticas. A veces exploraba el
mísero cesante su conciencia, y se asombraba de no encontrar en ella nada en qué
fundar terminantemente su filiación política. Porque ideas fijas... Dios las
diera; había leído muy poco y nutría su entendimiento de lo que en los cafés
escuchaba y de lo que los periódicos le decían. No sabía fijamente si era
liberal o no, y con el mayor desparpajo del mundo llamaba doctrinario a
cualquiera sin saber lo que la palabra significaba. Tan pronto sentía en su
espíritu, sin saber por qué ni por qué no, frenético entusiasmo por los derechos
del hombre; tan pronto se le inundaba el alma de gozo oyendo decir que el
Gobierno iba a dar mucho estacazo y a pasarse los tales derechos por las
narices.
En tal situación, presentose inopinadamente en Madrid Nicolás
Rubín, el curita peludo, que también tenía sus pretensiones de ingresar no sé si
en el clero castrense o en el catedral, y ambos hermanos celebraron unos
coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras. De resultas de esto,
Juan Pablo apareció un día en el café con cierta animación, mucho desenfado en
sus juicios políticos, dándolas de profeta y expresando más altaneramente que
nunca su desprecio de la situación dominante. A los que de esta manera se
conducen, se les mira en los cafés con un poquillo de respeto y aun con cierta
envidia, suponiéndoles conocedores de secretos de Estado o de alguna intriga muy
gorda. «El amigo Rubín -dijo, en ausencia de él D. Basilio Andrés de la Caña,
que era uno de los puntos fijos en la mesa-, me parece a mí que no juega limpio
con nosotros. Si le van a colocar que lo diga de una vez. ¿Qué tenemos, viene la
federal o qué? ¡Misterios! ¡Meditemos!... ¿O es que le lleva cuentos a don
Práxedes? Bueno, señores, que se los lleve. No me importa el espionaje».
Esto pasaba a fines de 1872. De pronto Rubín dijo que iba al
extranjero a reanudar sus trabajos de viajante de comercio. Desapareció de
Madrid, y al cabo de meses se susurró en la tertulia del café que estaba en la
facción, y que D. Carlos le había nombrado algo como contador o intendente en su
Cuartel Real. Súpose más tarde que había ido a Inglaterra a comprar fusiles, que
hizo un alijo cerca de Guetaria, que vino disfrazado a Madrid y pasó a la Mancha
y Andalucía en el verano del 73, cuando la Península, ardiendo por los cuatro
costados, era una inmensa pira a la cual cada español había llevado su tea y el
Gobierno soplaba.