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Día memorable fue para Juan Pablo aquel en que tropezó con un
cierto amigote de la infancia, camarada suyo en San Isidro. El amigo era
diputado de los que llamaban cimbros, y Juan Pablo, que era hombre de mucha
labia, le encareció tanto su aburrimiento de la vida comercial y lo bien
dispuesto que estaba para la administrativa, que el otro se lo creyó, y hágote
empleado. Rubín fue al mes siguiente inspector de policía en no sé qué
provincia. Pero su infame estrella se la había jurado: a los tres meses cambió
la situación política, y mi Rubín cesante. Había tomado el gusto a la carne de
nómina, y ya no podía ser más que empleado o pretendiente. No sé qué hay en
ello, pero es lo cierto que hasta la cesantía parece que es un goce amargo para
ciertas naturalezas, porque las emociones del pretender las vigorizan y entonan,
y por eso hay muchos que el día que les colocan se mueren. La irritabilidad les
ha dado vida y la sedación brusca les mata. Juan Pablo sentía increíbles
deleites en ir al café, hablar mal del Gobierno, anticipar nombramientos, darse
una vuelta por los ministerios, acechar al protector en las esquinas de
Gobernación o a la salida del Congreso, dar el salto del tigre y caerle encima
cuando le veía venir. Por fin salió la credencial. Pero, ¡qué demonio!, siempre
la condenada suerte persiguiéndole, porque todos los empleos que le daban eran
de lo más antipático que imaginarse puede. Cuando no era algo de la policía
secreta, era cosa de cárceles o presidios.
Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un
cariño que se confundía con la lástima, a causa de las continuas enfermedades
que el pobre chico padecía. Pasados los veinte años, se vigorizó un poco, aunque
siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan Pablo determinó
darle una carrera para que no se malograse como él se malogró, por falta de una
dirección fija desde la edad en que se plantea el porvenir de los hombres.
Achacaba el mayor de los Rubín su desgracia a la disparidad entre sus aptitudes
innatas y los medios de exteriorizarse. «¡Oh, si mi padre me hubiera dado una
carrera! -pensaba-, yo sería hoy algo en el mundo...».
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Fortunata y Jacinta - dos historias de casadas - Tomo II
de Benito Pérez Galdós
ediciones elaleph.com
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