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Cuando murió el padre de estos tres mozos, Nicolás, o sea el
peludo (para que se les vaya distinguiendo), se fue a vivir a Toledo con su tío
D. Mateo Zacarías Llorente, capellán de Doncellas Nobles, el cual le metió en el
Seminario y le hizo sacerdote; Juan Pablo y Maximiliano se fueron a vivir con su
tía paterna doña Guadalupe Rubín, viuda de Jáuregui, conocida vulgarmente por
Doña Lupe la de los pavos, la cual vivió primero en el barrio de Salamanca y
después en Chamberí, señora de tales circunstancias, que bien merece toda la
atención que le voy a consagrar más adelante. En un pueblo de la Alcarria tenían
los hermanos Rubín una tía materna, viuda, sin hijos y rica; mas como estaba
vendiendo vidas, la herencia de esta señora no era más que una esperanza remota.
No había más remedio que trabajar, y Juan Pablo empezó a
buscarse la vida. Odiaba de tal modo las tiendas de tiradores de oro, que cuando
pasaba por alguna, parecía que le entraba la jaqueca. Metiose en un negocio de
pescado, uniéndose a cierto individuo que lo recibía en comisión para venderlo
al por mayor por seretas de fresco y barriles de escabeche en la misma estación
o en la plaza de la Cebada; pero en los primeros meses surgieron tales
desavenencias con el socio, que Juan Pablo abandonó la pesca y se dedicó a
viajante de comercio. Durante un par de años estuvo rodando por los
ferrocarriles con sus cajas de muestras. De Barcelona hasta Huelva, y desde
Pontevedra a Almería no le quedó rincón que no visitase, deteniéndose en Madrid
todo el tiempo que podía. Trabajó en sombreros de fieltro, en calzado de
Soldevilla, y derramó por toda la Península, como se esparce sobre el papel la
arenilla de una salvadera, diferentes artículos de comercio. En otra temporada
corrió chocolates, pañuelos y chales galería, conservas, devocionarios y hasta
palillos de dientes. Por su diligencia, su honradez y por la puntualidad con que
remitía los fondos recaudados, sus comitentes le apreciaban mucho. Pero no se
sabe cómo se las componía, que siempre estaba más pobre que las ratas, y se
lamentaba con amanerado pesimismo de su pícara suerte. Todas sus ganancias se le
iban por entre los dedos, frecuentando mucho los cafés en sus ratos de descanso,
convidando sin tasa a los amigos y dándose la mejor vida posible en las
poblaciones que visitaba. A los funestos resultados de este sistema llamaba él
haber nacido con mala sombra. La misma heterogeneidad y muchedumbre de artículos
que corría mermó pronto los resultados de sus viajes y algunas casas empezaron a
retirarle su confianza, y el aburrido viajante, siempre de mal temple y echando
maldiciones y ternos contra los mercachifles, aspiraba a un cambio de vida y a
ocupación más lucrativa y noble.
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Fortunata y Jacinta - dos historias de casadas - Tomo II
de Benito Pérez Galdós
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