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La muerte de este D. Nicolás Rubín y el acabamiento de la tienda fueron simultáneos. Tiempo hacía que las deudas socavaban la casa, y se sostenía apuntalada por las consideraciones personales que los acreedores tenían a su dueño. El motivo de la ruina, según opinión de todos los amigos de la familia, fue la mala conducta de la esposa de Nicolás Rubín, mujer desarreglada y escandalosa, que vivía con un lujo impropio de su clase, y dio mucho que hablar por sus devaneos y trapisondas. Diversas e inexplicables alternativas hubo en aquel matrimonio, que tan pronto estaba unido como disuelto de hecho, y el marido pasaba de las violencias más bárbaras a las tolerancias más vergonzosas. Cinco veces la echó de su casa y otras tantas volvió a admitirla, después de pagarle todas sus trampas. Cuentan que Maximiliana Llorente era una mujer bella y deseosa de agradar, de esas que no caben en la estrechez vulgar de una tienda. Se la llevó Dios en 1867, y al año siguiente pasó a mejor vida el pobre Nicolás Rubín, de una rotura de varisis, no dejando a sus hijos más herencia que la detestable reputación doméstica y comercial, y un pasivo enorme que difícilmente pudo ser pagado con las existencias de la tienda. Los acreedores arramblaron por todo, hasta por la anaquelería, que sólo sirvió para leña. Era contemporánea del Conde-Duque de Olivares.

Los hijos de aquel infortunado comerciante eran tres. Fijarse bien en sus nombres y en la edad que tenían cuando acaeció la muerte del padre.

Juan Pablo, de veintiocho años.

Nicolás, de veinticinco.

Maximiliano, de diecinueve11.

Ninguno de los tres se parecía a los otros dos ni en el semblante ni en la complexión, y sólo con muy buena voluntad se les encontraba el aire de familia. De esta heterogeneidad de las tres caras vino sin duda la maliciosa versión de que los tales eran hijos de diferentes padres. Podía ser calumnia, podía no serlo; pero debe decirse para que el lector vaya formando juicio. Algo tenían de común, ahora que recuerdo, y era que todos padecían de fuertes y molestísimas jaquecas. Juan Pablo era guapo, simpático y muy bien plantado, de buena estatura, ameno y fácil en el decir, de inteligencia flexible y despierta. Nicolás era desgarbado, vulgarote, la cara encendida y agujereada como un cedazo a causa de la viruela, y tan peludo, que le salían mechones por la nariz y por las orejas. Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego me le criaron con biberón y con una cabra.

 
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