Este modo de opinar sobre la gente humilde no placía a Levin,
para el cual el pueblo no era más que el principal colaborador en el trabajo
común. Era grande su aprecio hacia los campesinos y el entrañable amor que por
ellos sentía -amor que sin duda mamó con la leche de su nodriza aldeana, como
solía decir él-, y considerábase él mismo como un copartícipe del trabajo común;
y a veces se entusiasmaba con la energía, la dulzura y el espíritu de justicia
de aquella gente; pero en otras ocasiones, cuando el trabajo requería cualidades
distintas, se irritaba contra el pueblo, considerándolo sucio, ebrio y
embustero.
Si hubieran preguntado a Constantino Levin si quería al pueblo,
no habría sabido qué contestar. Al pueblo en particular, como a la gente en
general, la amaba y no la amaba a la vez. Cierto que, por su bondad natural, más
tendía a querer que a no querer a los hombres, incluyendo a los de clase
humilde.
Pero amar o no a éstos como a algo particular no le era
posible, porque no sólo vivía con el pueblo, no sólo sus intereses le eran
comunes, sino que se consideraba a sí mismo como una parte del pueblo y ni en sí
mismo ni en ellos veía defectos o cualidades particulares, y no podía oponerse
al pueblo.
Además, vivía con gran frecuencia en íntima relación con el
campesino, como señor y como intermediario y principalmente como consejero, ya
que los aldeanos confiaban en él y a veces recorrían cuarenta verstas para
pedirle consejos.
Pero no tenía sobre el pueblo opinión definida. Si le hubiesen
preguntado si conocía al pueblo o no, habríase visto en la misma perplejidad que
al contestar si le amaba o no le amaba. Decir si conocía al pueblo era para él
como decir si conocía o no a los hombres en general.
En principio estudiaba y sabía conocer a los hombres de todas
clases y entre ellos a los campesinos, a los que consideraba buenos a
interesantes. A menudo, observándolos, descubría en ellos nuevos rasgos de
carácter que le llevaban a modificar su opinión anterior y a formarse nuevas y
distintas opiniones.