Hace bien. Si el agua cae en sus mejillas, se evapora,
chirriando, como si hubiera caído sobre un hierro candente. Esa mujer es
como las papas: no se fíen ustedes, aunque las vean tan frescas en el
agua: queman la lengua.
La señora de treinta años va indudablemente al
novenario. ¿A dónde va? Con un tiempo como éste nadie sale
de su casa, si no es por una grave urgencia.
¿Estará enferma la mamá de esta
señora? En mi opinión, esta hipótesis es falsa. La
señora de treinta años no tiene madre. La iglesia de Loreto no es
una casa particular ni un hospital. Allí no viven ni los sacristanes.
Tenemos, pues, que recurrir a otra hipótesis. Es un hecho constante,
confirmado por la experiencia, que a la puerta del templo siempre que la
señora baja del vagón espera un coche. Si el coche fuera de ella,
vendría en él desde su casa. Esto no tiene vuelta de hoja.
Pertenece, por consiguiente, a otra persona.
Ahora bien, ¿hay acaso alguna sociedad de seguros contra
la lluvia o cosa parecida, cuyos miembros paguen coche a la puerta de todas las
iglesias, para que los feligreses no se mojen? Claro es que no. La única
explicación de estos viajes en tranvía y de estos rezos, a hora
inusitada, es la existencia de un amante.
¿Quién será el marido?
Debe ser un hombre acaudalado. La señora viste bien, y
si no sale en carruaje para este género de entrevistas, es por no dar en
qué decir. Sin embargo, yo no me atrevería a prestarle cincuenta
pesos bajo su palabra. Bien puede ser que gaste más de lo que tenga, o
que sea como cierto amigo mío, personaje muy quieto y muy tranquilo, que
me decía hace pocas noches.