Además, ya es preciso que me case. Esta situación
no puede prolongarse, como dice el gran duque en La Guerra Santa. Aquí
tengo una trenza de pelo que me ha costado cuatrocientos setenta y cuatro pesos,
con un pico de centavos. Yo no sé de dónde los he sacado: el hecho
es que los tuve y no los tengo. Nada; me caso decididamente con una de las hijas
de este buen señor. Así las saco de penas y me pongo en orden.
¿Con cuál me caso?, ¿con la rubia?, ¿con la morena?
Será mejor con la rubia... digo, no, con la morena. En fin, ya veremos.
¡Pobrecillas! ¿Tendrán hambre?
En esto, el buen señor se apea del coche y se va. Si no
lloviera tanto -continué diciendo en mis adentros- le seguía. La
verdad es que mi suegro, visto a cierta distancia, tiene una facha muy
ridícula. ¿Qué diría si me viera de bracero con
él, la señora de Z? Su sombrero alto parece espejo. ¡Pobre
hombre! ¿Por qué no le inspiraría confianza? Si me hubiera
pedido algo, yo le habría dado con mucho gusto estos tres duros. Es
persona decente. ¿Habrán comido esas chiquillas?
En el asiento que antes ocupaba el cesante, descansa ahora una
matrona de treinta años. No tiene malos ojos; sus labios son gruesos y
encarnados; parece que los acaban de morder. Hay en todo su cuerpo bastantes
redondeces y ningún ángulo agudo. Tiene la frente chica, lo cual
no me agrada porque es indicio de tontera; el pelo negro, la tez morena y todo
lo demás bastante presentable. ¿Quién será? Ya la he
visto en el mismo lugar y a la misma hora dos... cuatro... cinco... siete veces.
Siempre baja del vagón en la plazuela de Loreto y entra a la iglesia. Sin
embargo, no tiene cara de mujer devota. No lleva libro ni rosario.
Además, cuando llueve a cántaros, como está lloviendo
ahora, nadie va a novenarios ni sermones. Estoy seguro de que esa dama lee
más las novelas de Gustavo Droz que el Menosprecio del mundo del
padre Kempis. Tiene una mirada que, si hablara, sería un grito pidiendo
bomberos. Viene cubierta con un velo negro. De esa manera libra su rostro de la
lluvia.