¡Si las niñas se casaran!... Probablemente no
carecerán de admiradores. Pero como las pobrecitas son muy decentes y
nacieron en buenos pañales, no pueden prendarse de los ganapanes ni de
los pollos de plazuela. Están enamoradas sin saber de quién, y
aguardan la venida del Mesías. ¡Si yo me casara con alguna de
ellas!... ¿Por qué no? Después de todo, en esa clase suelen
encontrarse las mujeres que dan la felicidad. Respecto a las otras, ya sé
bien a qué atenerme.
¡Me han costado tantos disgustos! Nada; lo mejor es
buscar una de esas chiquillas pobres y decentes, que no están
acostumbradas a tener palco en el teatro, ni carruajes, ni cuenta abierta en la
Sorpresa. Si es joven, yo la educaré a mi gusto. Le pondré un
maestro de piano. ¿Qué cosa es la felicidad? Un poquito de salud y
un poquito de dinero. Con lo que yo gano, podemos mantenernos ella y yo, y hasta
el angelito que Dios nos mande. Nos amaremos mucho y como la voy a sujetar a un
régimen higiénico se pondrá en poco tiempo más
fresca que una rosa. Por la mañana un paseo a pie en el Bosque. Iremos en
un coche de a cuatro reales la hora, o en los trenes. Después, en la
comida, mucha carne, mucho vino y mucho fierro. Con eso y con tener una casita
por San Cosme, con que ella se vista de blanco, de azul o de color de rosa; con
el piano, los libros, las macetas y los pájaros, ya no tendré nada
que desear.
Una heredad en el bosque:
Una casa en la heredad;
En la casa, pan y amor...
¡Jesús, qué felicidad!