"Son las cuatro de la tarde. ¡Pobrecillas! ¡Va
a darles un vahído!"
Tengo la certidumbre de que son bonitas. El papá es
blanco, y si estuviera rasurado no sería tan feote.
Además han de ser buenas muchachas. Este señor
tiene toda la facha de un buen hombre. Me da pena que esas chiquillas tengan
hambre. No había en la casa nada que empeñar. ¡Como los
alquileres han subido tanto! ¡Tal vez no tuvieron con qué pagar la
casa y el propietario les embargó los muebles! ¡Mala alma!
¡Si estos propietarios son peores que Caín!
Nada; no hay para qué darle más vueltas al
asunto: la gente pobre decente es la peor traída y la peor llevada. Esas
niñas son de buena familia. No están acostumbradas a pedir. Cosen
ajeno; pero las máquinas han arruinado a las infelices costureras y lo
único que consiguen, a costa de faenas y trabajos, es ropa de
munición. Pasan el día echando los pulmones por la boca. Y luego,
como se alimentan mal y tienen muchas penas, andan algo enfermitas, y el doctor
asegura que, si Dios no lo remedia, se van a la caída de la hoja.
Necesitan carne, vino, píldoras de fierro y aceite de bacalao. Pero,
¿con qué se compra esto? El buen señor se quedó
cesante desde que cayó el Imperio, y el único hijo que
habría podido ser su apoyo tiene rotas las dos piernas. No hay trabajo,
todo está muy caro y los amigos llegan a cansarse de ayudar al
desvalido.