Después de examinar ligeramente las torcidas
líneas y la cadena de montañas del nuevo mundo por que atravesaba,
volví los ojos al interior del vagón. Un viejo de levita color de
almendra meditaba apoyado en el puño de su paraguas. No se había
rasurado. La barba le crecía "cual ponzoñosa hierba entre
arenales". Probablemente no tenía en su casa navajas de afeitar...
ni una peseta. Su levita necesitaba aceite de bellotas. Sin embargo, la calvicie
de aquella prenda respetable no era prematura, a menos que admitamos la
teoría de aquel joven poeta, autor de ciertos versos cuya dedicatoria es
como sigue:
A la prematura muerte de mi abuelita, a la edad de 90
años. La levita de mi vecino era muy mayor. En cuanto al paraguas, vale
más que no entremos en dibujos. Ese paraguas, expuesto a la intemperie,
debía semejarse mucho a las banderas que los independientes sacan a luz
el 15 de septiembre. Era un paraguas calado, un paraguas metafísico,
propio para mojarse con decencia. Abierto el paraguas, se veía el cielo
por todas partes.
¿Quién sería mi vecino? De seguro era
casado, y con hijas. ¿Serían bonitas? La existencia de esas
desventuradas criaturas me parecía indisputable. Bastaba ver aquella
levita calva, por donde habían pasado las cerdas de un cepillo, y aquel
hermoso pantalón con su coqueto remiendo en la rodilla, para convencerse
de que aquel hombre tenía hijas. Nada más las mujeres, y las
mujeres de quince años, saben cepillar de esa manera. Las señoras
casadas ya no se cuidan, cuando están en la desgracia, de esas
delicadezas y finuras. Incuestionablemente, ese caballero tenía hijas.
¡Pobrecitas! Probablemente le esperaban en la ventana, más
enamoradas que nunca, porque no habían almorzado todavía. Yo
saqué mi reloj, y dije para mis adentros: