Yo, sin embargo, paso las horas agradablemente encajonado en
esa miniaturesca arca de Noé, sacando la cabeza por el ventanillo, no en
espera de la paloma que ha de traer un ramo de oliva en el pico, sino para
observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta en ese instante. El
vagón, además, me lleva a muchos mundos desconocidos y a regiones
vírgenes. No, la ciudad de México no empieza en el Palacio
Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de
que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro
puntos cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y velludas. Los
ayuntamientos, con paternal solicitud, cuidan de pintarlas con lodo,
mensualmente.
Más allá de la peluquería de
Micoló, hay un pueblo que habita barrios extravagantes, cuyos nombres son
esencialmente antiaperitivos. Hay hombres muy honrados que viven en la plazuela
del Tequesquite y señoras de invencible virtud cuya casa está
situada en el callejón de Salsipuedes. No es verdad que los indios
bárbaros estén acampados en esas calles exóticas, ni es
tampoco cierto que los pieles rojas hagan frecuentes excursiones a la plazuela
de Regina. La mano providente de la policía ha colocado un gendarme en
cada esquina. Las casas de esos barrios no están hechas de lodo ni
tapizadas por dentro de pieles sin curtir. En ellas viven muy discretos
caballeros y señoras muy respetables y señoritas muy lindas. Estas
señoritas suelen tener novios, como las que tienen balcón y cara a
la calle, en el centro de la ciudad.