Cuando la tarde se oscurece y los paraguas se abren, como
redondas alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es
subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las calles, como
el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado en la imperial de un
ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y, para el
observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la serie de
cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía. A cada paso el
vagón se detiene, y abriéndose camino entre los pasajeros que se
amontonan y se apiñan, pasa un paraguas chorreando a Dios dar, y
detrás del paraguas la figura ridícula de algún asendereado
cobrador, calado hasta los huesos. Los pasajeros ondulan y se dividen en dos
grupos compactos, para dejar paso expedito al recién llegado.
Así se dividieron las aguas del Mar Rojo para que los
israelitas lo atravesaran a pie enjuto. El paraguas escurre sobre el entarimado
del vagón que, a poco, se convierte en un lago navegable. El cobrador
sacude su sombrero y un benéfico rocío baña la cara de los
circunstantes, como si hubiera atravesado por en medio del vagón un
sacerdote repartiendo bendiciones e hisopazos. Algunos caballeros estornudan.
Las señoras de alguna edad levantan su enagua hasta una altura
vertiginosa, para que el fango de aquel pantano portátil no las manche. ,
la lluvia cae conforme a las eternas reglas del sistema antiguo: de arriba para
abajo. Mas en el vagón hay lluvia ascendente y lluvia descendente. Se
está, con toda verdad, entre dos aguas.