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La Pandemia



El mundo suele parecer inmenso. Sin embargo, un evento puede mostrarnos de pronto que estamos mucho más cerca de lo que creíamos lejano. Durante diciembre de 2019, la ciudad de Wuhan estaba siendo acechada por un virus hasta entonces desconocido, el nuevo coronavirus. Continuos reportes acerca de la masividad y gravedad de la enfermedad ocasionada por este patógeno inundaban los canales de noticias, mientras el desconocimiento y la carencia de certezas generalizados disparaban una variedad de teorías imperfectas y la consecuente ansiedad global. La pletórica enfermedad ocasionada por las manifestaciones del virus fue llamada COVID-19.
Algunos sostenían que el coronavirus se habría propagado dentro de un mercado de animales salvajes, mientras otros afirmaban que habría sido creado adrede en un laboratorio dentro de la misma provincia de Hubei. A través de redes sociales, informaciones y mitos llegaban a cada rincón del planeta y la distinción entre lo verdadero y lo falso resultaba indescifrable.
Dentro de la comunidad médica, intentábamos entender las distintas formas de contagio, los mecanismos patogénicos y las múltiples formas de presentación clínica. Sin embargo, la confusión existente dentro de la sociedad mundial se replicaba en las revistas científicas y reuniones profesionales. La única realidad palpable era que COVID-19 estaba afectando en forma masiva a la población, y la mortalidad crecía con rapidez.
Al principio creímos que la enfermedad afectaba primero a la población de adultos mayores o individuos con riesgos vasculares. Sin embargo, a medida que pasaban los días, múltiples descripciones involucraban a pacientes jóvenes que habían presentado muerte súbita asociada a eventos cardiovasculares.
El pánico y la incertidumbre seguían en aumento, pero el mundo occidental seguía sosteniendo que se trataba de un problema lejano y que no nos comprometería. El verdadero despertar arribó en febrero, al llegar noticas desde Italia, describiendo la masividad de los contagios, los altos casos de infección dentro del grupo de trabajadores de la salud, y la falta de insumos. COVID-19 se estaba propagando con rapidez en Europa. En Italia y España los casos empezaban a superar la capacidad física de los hospitales, obligando a utilizar corredores, oficinas y hasta cafeterías para albergar la cantidad de enfermos.
Reportes provenientes de distintas ciudades describían la falta de equipamiento de protección para profesionales de la salud, y la necesidad de reutilización indefinida de máscaras N95 y batas, hasta saturarse con humedad o hasta su completo desgaste. Recorrían el mundo fotografías de exhaustos enfermeros y médicos con caras marcadas y maceradas por las largas horas vistiendo apretados protectores faciales. Las camas de unidad de cuidados críticos llegaban al tope de ocupación, y la cantidad de ventiladores (respiradores) para sostener a los pacientes con vida se tornaba insuficiente.
Las pesadillas más oscuras parecían hacerse realidad, y la necesidad de priorizar quién recibiría soporte y quién no, se volvía inminente. Información arribaba a diario, describiendo historias desgarradoras: COVID-19 ocasionaba neumonías fatales, deterioro significativo de la oxigenación, afecciones cardiovasculares, ataques cerebrovasculares, embolismos pulmonares y cuadros de inflamación sistémica generalizada. Las presentaciones eran múltiples y confusas, y el tratamiento por completo desconocido.
Dentro de ese contexto, el empirismo se había apoderado de la medicina. Algunos opinaban que un medicamento funcionaría, mientras otros recomendaban exactamente lo opuesto. Las controversias se fueron transformando en debates pasionales, algunos tenidos de ridículo tinte político y otros motivados por agendas de turno. Los gobiernos invertían parte de sus presupuestos en medicamentos no probados, creando en la población falsas expectativas que se desinflaban a los pocos días. La estricta evidencia científica aun no existía, y el usual diseño experimental para testear terapéuticas parecía una utopía. En prestigiosas revistas científicas, aparecían publicaciones para contradecirse y eliminarse acto seguido. Lo único certero era el gran nivel de confusión, y las historias devastadoras de enfermedad, contagio y muerte que aumentaban día a día.
Los profesionales de la salud comenzaban a sentir agotamiento, desmoralización, y despersonalización. El sostenido esfuerzo, compromiso y entrega, parecían no alcanzar para confrontar la realidad que acechaba, y los subsecuentes cuadros de ansiedad, depresión y síndrome de estrés postraumático, comenzaban a involucrar al personal de manera exponencial. Algunos dejaban sus carreras al sentirse desahuciados y abandonados, mientras otros pagaron con sus propias vidas para salvar otras.
Frente al panorama desolador, algunos países comprendieron que la única manera de lograr contener la pandemia era el confinamiento y el aislamiento social. Las fronteras se cerraron, al igual que los comercios, las escuelas y las actividades comerciales, culturales y de entretenimiento. Los encuentros, reuniones y visitas se tornaron peligrosas para la salud pública. Como consecuencia, el aislamiento y la soledad comenzaron a ser la norma. Los enfermos yacían en hospitales lejos de sus seres queridos, con la mera contención emocional por parte de algún miembro circunstancial del personal de salud. Los fallecimientos se sucedían, desgarradores, en soledad, mientras las noticias mostraban como los cuerpos se iban apilando en morgues, camiones frigoríficos y hasta fosas comunes por la falta de espacio convencional. Familiares y amigos nunca tendrían la posibilidad de despedirse, o lograr una última conexión emocional o espiritual con los que fallecían. El adiós final se convertiría en una fría, distante e insensible separación, que dejaría una cicatriz eterna en aquellos sobrevivientes. La vida, como la habíamos conocido, ya no era la misma, y el anhelo de una vida o una muerte compasiva, rodeada de quienes amábamos, desaparecía en un momento.
El 11 de marzo del 2020, la Organización Mundial para la Salud declaraba el COVID-19 como pandemia global, con una cantidad de casos reportados de 118.000 individuos y una cantidad de muertos de, hasta entonces, 4.291 seres humanos.

 
 
 
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Contra la pandemia: Memorias de un médico de cuidados críticos de Ariel M. Modrykamien   Contra la pandemia: Memorias de un médico de cuidados críticos
de Ariel M. Modrykamien

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