-De acuerdo, a las doce en punto -repuse estrechándole la
mano.
Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos
caminando hacia el hotel.
-Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha y
dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo
de Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática
sonrisa.
-He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es mucha la
gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.
-¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? -exclamé frotándome las
manos-. Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su
presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno del
hombre que el hombre mismo».
-Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo -dijo
Stamford a modo de despedida-. Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como
acaba sabiendo él mucho más de usted, que usted de él ... Adiós.
-Adiós -repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco
intrigado por el individuo que acababa de conocer.