-Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto.
A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido
éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas
parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante
extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué?
Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa
prueba, y queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la
mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante
suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.
-Merece usted que se le felicite -apunté, no poco sorprendido
de su entusiasmo.
-¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort?
De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a
la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de
Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos
me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.
-Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales
-apuntó Stamford con una carcajada-. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo
«Noticiario policiaco de tiempos pasados».
-No sería ningún disparate -repuso Sherlock Holmes poniendo un
pedacito de parche sobre el pinchazo-. He de andar con tiento -prosiguió
mientras se volvía sonriente hacia mí-, porque manejo venenos con mucha
frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la
tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos
fuertes.
-Hemos venido a tratar un negocio -dijo Stamford tomando
asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el
pie-. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no
encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena
la idea de reunirlos a los dos.